lunes, 7 de septiembre de 2020

Carta al libertario de la posverdad

Carta al libertario de la posverdad

Ejerciste tu derecho individual a mentir en una declaración jurada cuando llegaste al aeropuerto.
Ejerciste tu derecho individual a irte de vacaciones cuando la pandemia ya estaba declarada.
Ejerciste tu derecho individual de escaparte del aislamiento preventivo en un hotel.
Ejerciste tu derecho indivual de llevar el barbijo en el cuello.
Ejerciste tu derecho individual de protestar cuando había muy pocos muertos para tantos días de cuarentena.
Ejerciste tu derecho individual de marchar sin distancia ni barbijos para protestar contra la dictadura sanitaria.
Ejerciste tu derecho individual de beber y promocionar veneno.
Ejerciste tu derecho individual de protestar cuando había muchos muertos a pesar de tantos días de cuarentena.
Ejerciste tu derecho individual de hacer fiestas, de juntarte en la cancha, de hacer la revolución con cerveza.
Hoy vas a saber que el ejercicio de tus derechos individuales costó diez mil vidas.
Mañana vas a ejercer tu derecho individual de decir que todo el tiempo muere gente, de que más gente muere por otras causas.
Antes, los libertarios morían luchando por libertades que otros iban a gozar.
Ahora, viven para ejercer su derecho individual de decidir cual porción de la realidad les conviene que sea verdad.
Libertario de la posverdad: de lo único que sos libre... ¡es de tu conciencia!

sábado, 29 de agosto de 2020

Ficción breve

La trayectoria del odio

Desde muy prudente distancia, al amparo de los kilometros, un hombre tira la primera piedra, rezándole a la Santa Pandemia para que su pétreo proyectil inicie la limpieza étnica de los negros de La Matanza.
Otro, en el corazón de la negrada, recibe la piedra. “Los valores se perdieron por culpa de estos culos sucios”, se dice muy seguro de sí mismo, “con los gobiernos militares no asesinaban personas ni había femicidios” proclama detrás de una máscara digital.
La piedra queda boyando. No falta quien la levante. Escucha las voces de los negros gritando en la paredes, en las baldosas, flotan en el aire hechas poesía, cuento y canción. No puede acallarlas y junta piedras y más piedras para sepultarlas. Sigue escuchandolas, y les prende fuego.
“¡Ardé negro!” aulla, al resguardo de la noche.

Victor Justino Orellana, 2020

Foto: placa en memoria de la poeta Lucina Álvarez, luego de ser vandalizada.

viernes, 21 de agosto de 2020

Día del Escritor Matancero

El 21 de agosto de 1976, en la noche más oscura del siglo XX, una brutal dictadura cívico-eclesiástica-militar desaparecía al escritor Delfor Santos Soto, como parte de su intento de imponer una mordaza de silencio por la violencia, por la muerte. En 2018, el HCD de La Matanza estableció el 21 de agosto como Día del Escritor Matancero.
Hoy conmemoramos a Soto, y, en su figura, a los escritores que sufrieron la intolerancia extrema, a quienes persiguieron, a quienes les quemaron sus bibliotecas, a quienes vieron “sus otros” desaparecer. 
Hoy homenajeamos a los compañeros del camino que nos han dejado físicamente. El último año, íngrato, se llevó a Alberto Oris, a Aldo Leopoldo Tevez, a Alicia Kiss, a Omar Cao. 
Hoy celebramos la poesía, la narrativa, el decir... Compartimos nuestras voces, y le damos voz al que no tiene. ¡Hoy hacemos circular la Palabra!
Esta era de la hiperconectividad me llevó a conocer muchísimos y variopintos exponentes de las letras matanceras, consagrados e ígnotos, con décadas de recorrido y con inicios incipientes. Con un grupo más pequeño compartí infusiones, galletitas, y la pasión por letras en espacios culturales sostenidos a fuerza de voluntad y entrañas en nuestros conurbanos barrios.
Hoy es el Día del Escritor Matancero, y manifiesto mi anhelo a los artesanos locales de la Palabra de que nunca les falte una emoción que expresar, una imagen que construir, una historia que contar, y un otro que le dé sentido a sus decires. Y, en especial, que no se extinga jamás el fuego de quienes sostienen este circular de voces que aguanta sus trapos en el barro matancero.

miércoles, 12 de agosto de 2020

Ficción breve: Ironía

Ironía


Una tarde soleada de enero, Erik, el dueño de una compañia multinacional de comuniciones almorzaba con Esteban, el principal accionista de una empresa energética local. Sentados en torno a una mesa al aire libre del restaurante más caro de la ciudad, discutían como incrementar sus insondables fortunas, mientras degustaban caviar y escaciaban champagne, dejando a un costado del plato las perdices.

A pocos metros, dos perros callejeros intercambiaban tarascazos. Un mendigo, famélico, vestido con colgajos de ropa, esquivando las espontáneas mordidas de los canes, se acercó hasta la mesa, y extendió su mano esquelética a los encumbrados comenzales.

¡Algo que comer! ¡Por piedad! tartamudeó

Erik tomó con su mano la perdiz que permanecía intacta en su plato, y la extendió hacia el mendigo. Cuando este quiso agarrarla, el accionista con un movimiento rápido le arrojó el ave a los perros callejeros.

Los animales capturaron la presa en el aire e iniciaron una feroz disputa por ella. Erik y Esteban rieron a caracajas. Rieron tanto que comenzaron a ponerse rojos. El mendigo no pudo contener sus lágrimas.

De pronto, el sol quedó oculto detrás de una espesa capa de nubes. Las luces de las calles se encendieron, pero titilaban desdenfrenadas. Del suelo empezó a subir un vapor oscuro que fue tomando la forma de una figura humana.

La parca, con su atuendo negro y su guadaña, observaba a los empresarios y al mendigo, que, atónitos, no podían moverse, hinoptizados con la visión de la muerte.

La parca avanzó hacia el mendigo, tocó su frente y éste se desplomó sobre el suelo. Tan repentina como había llegado, la recolectora se desvaneció, en tanto las nubes se disipaban y retornaba la luz del sol.

Erik miró al mendigo tendido, lo señaló con el dedo y le preguntó:

¿De qué te sirvieron tus miserias? ¡Eh! ¿De qué te sirvieron?

Victor Justino Orellana, 2020





jueves, 6 de agosto de 2020

Reseña de Rosa Oviedo sobre Escarabajos y Samaritanos

Este texto sobre mi novela corta de ciencia ficción Escarabajos y Samaritanos fue escrito por Rosa Oviedo, profesora de lengua y literatura, crítica literaria, columnista de Noticias Día x Día, y participante asidua del Taller Literario Experiencia Letras, entre otros espacios culturales. 


Víctor nos presenta a través de un narrador omnisciente una novela corta o nouvelle dividida en capítulos, un interrogante implícito desde el principio para decifrar tal división.
Nos convierte en lectores guiados a descubrir un conflicto narrativo, en el que vemos una unidad en los personajes, provocando así un efecto singular por las diferentes versiones de conflictos humanos determinantes para esos Samaritanos y Escarabajos.
Es una nouvelle circular, finaliza como comienza, descubriendo al individuo en su propia órbita de comportamiento; entre la libertad y el compromiso, develando que nada es lo que parece ser. Para lograr dicho efecto nos introduce en varias temáticas: ilusión, tratamiento del tiempo (eras), funciones personificadas, repetición de ciertas situaciones, como también especulaciones para la toma de distancia de conflictos peligrosos o dudosos de algunos personajes. Suma a todo eso, certezas que podrían ponerse en duda, pero forman parte de las vivencias de los personajes y el efecto de dudar, se traslada a nosotros también como lectores. Concentra además cuestionamientos frente a realidades ilógicas, y apunta a descubrimientos que permiten la reacción de los personajes. Cada personaje representa una imagen que se desvanece y resurge, el resultado que se busca es un verse a sí mismo en su propio espejo, en un destino marcado, apareciendo en las diferentes eras temporales; un NO poder dominar el tiempo propio, una explícita imposibilidad temporal (Capítulo 5, “El Templo del tiempo”).
La voz narrativa omnisciente desenmascara realidades recurrentes desde su mirada irónica y sarcástica, como mencionamos al principio, va uniendo a los personajes que se van arrastrando unos a otros en un laberinto espacial.
Estas temáticas se plantean bajo paradojas filosóficas existenciales con la carga irónica que caracteriza al autor.
Hay distintas voces que plantean la resignación ante el deber ser y lo que en definitiva se hace. El Escarabajo es quien va sobre esa regla.
Finalmente, remitiéndonos al título “Escarabajos y Samaritanos”, estos últimos cumplen el rol del solidario en todas las tramas, el escarabajo por su parte, posee el poder del cambio, de la metamorfosis, de la innovación, de la mutación (Capítulo 4, Profesiones).
Una novela corta o nouvelle movilizante, activa y original.
Rosa Oviedo 
    
Pueden leer gratuitamente la novela en este enlace: Escarabajos y Samaritanos.


martes, 4 de agosto de 2020

Relatos irracionales

En el año 2008 el blog Espejo Lúdico propuso escribir microrrelatos de hasta veinte palabras, de forma que la cantidad de letras de cada palabra correspondiera con las cifras de un número irracional, eliminados los ceros y la coma. 
Los número elegidos fueron:

phi o número áureo (1 6 1 8 3 3 9 8 8 7 4 9 8 9 4 8 4 8 2 4)

π (3 1 4 1 5 9 2 6 5 3 5 8 9 7 9 3 2 3 8 4)

raíz de dos (1 4 1 4 2 1 3 5 6 2 3 7 3 9 5 4 8 8 1 6)

Así, por ejemplo, para raíz de dos, la primera palabra del microrrelato debía tener una letra, la segunda palabra cuatro letras, la tercera una letra, y así sucesivamente. Estas son las historias que yo escribí.






Número áureo

I
Accésit I Concurso de Literatura
Irracional Espejo Lúdico.

Y cuando, a criterio mío, los androides derramen lágrimas francas, para programar máquinas avanzadas será esencial amar.


II

O partía, o sucumbía. Con los fugitivos encontré vampiros, catorce feas criaturas bebiendo yugulares para arrancar rojo alimento.


III

Y relato, a colación, que por extinción, aquellos dragones feroces eran sumamente cuidados. Carísimos eran vendidos. Toda tasación se pagó.


IV

Y, quizás a traición, los dos moradores murieron mientras cazaban aves. Desiertas, entonces, quedarían esas comarcas.


V

Y volvió a buscarla ese día, anhelando desnudar despacio aquella piel seductora, metálica.


VI

A Perseo y Sigfrido.
Los dos guerreros viajaron extensos caminos para enfrentar horrible fatalidad, para sucumbir, para erigirse en mito.


VII

Y camino a Germanía fue que guerreros vándalos atacaron. Nuestro jefe centurión falleció. Diezmados, nada logramos sino fugarnos de allí.




PI

I

Mención especial I Concurso de
Literatura Irracional Espejo Lúdico.

Fue y tomó, a pecho destapado, la férrea lanza del señor guerrero. Horrorosa matanza aconteció. Ahí, el cid adquirió fama.


II

Fui a ella, y rogué clemencia. No recibí nunca sus dones, siquiera esperanza. Siempre imposible has de ser, incierto amor.


III

Sal y maíz, a veces ofrendaba el nativo. Padre Sol, oraba entonces. Pachamama ayúdame, imploraba. Hoy el oro suplanta todo.


IV

Así, a esos y otros fantasmas de viejos reyes los había invocado rompiendo espejos. Alejarlos fue lo más fatigoso


V

Iba a casa. A pasos inciertos el camino perdí.
—¿Qué rumbo deberías señalarme? preguntó, impasible por mí, esa preciosa hada.


VI

¿Qué? ¿Y cómo? ¿Y dónde? interrogó el último robot del mundo, mientras recordaba. “Nuclear extinción” vio en esa penumbra roja.


VII

Así, y como a todos duramente se oponía, aquel cid acabó excluido. Solitario regresó marchando sin su rey.




Raíz de dos

I

Y, casa a casa, yo y esa parca íbamos. Al sol oblicuo del atardecer, corva hoja regalaba suplicio y olvido.


II

A Cali. A ella vi. A esa diosa arcana. De sus piernas una serpiente saltó para morderme, ahogarme y amarme.


III

Y, poco a poco, tú y tus besos fueron el sol matinal que deslumbró, tenaz, esta comunión perpetua.


IV

“Y como a ella, sí, a esa mujer, amaba, me fui soñando que conseguía aquel beso” declaró Penélope a Ulises.


V

Y dije a ella: tú y tus locos juegos se han acabado. Los fantasmas nunca usan mortajas.


VI

A capa y saco, vi a ese viejo ladrón ir por trofeos. Con fogueadas manos robó riquezas, valiosas y ajenas.


VII

Y rezó a dios. Si a ese cielo quería ir, ella tendría que recuperar todas esas ofrendas hurtadas a Luzbel.


Victor Justino Orellana, 2008



Aportes de otros autores

PI

Acá o allá y acuyá, pareciera lo exacto mismo del cielo una sierpe enfadada acechando morbosa, flagelada por un San Cayetano bobo...

Marcelo Firpo, 2020





viernes, 24 de julio de 2020

Novela corta: Escarabajos y Samaritanos

Escarabajos y Samaritanos




Breve reseña de Rosa Oviedo sobre la obra.



Capítulo 1. Políticamente correcto

Héctor Gray levantó la copa de acrílico llena hasta la mitad para brindar por la llegada de un nuevo año. La escena la completaban su esposa, sus suegros y su cuñado, entorno a la tradicional mesa de fin de año, con pan dulce bajo en sodio, turrón sin azúcar y confites libres de gluten.
Héctor Gray se decía a sí mismo que tenía mucho que celebrar. En el año que terminaba, el 911 de la era de Humberto, había conseguido un aumento en su mensualidad, casi cincuenta taras. Para su renta anual de seis mil taras significaba un diez por ciento de incremento, y un gran alivio para su economía doméstica. En septiembre había cumplido nueve años de casado, lo que también consideraba un logro importante, después de sufrir severas crisis matrimoniales, con el fantasma de la separación acechando. Pensaba en los treinta y cinco años que cumpliría en mayo próximo. Y en su hijo de ocho años que dormía apaciblemente en la habitación de sus suegros.
Ante todo, Héctor Gray se consideraba un hombre políticamente correcto. Siempre se vanagloriaba de tomar las decisiones acertadas, en virtud de hacer lo más educado y adecuado a cada ocasión, y que eso le había permitido tener los mejores resultados en la vida.
En la escuela guardería siempre había sido un chico de conducta ejemplar. Sus compañeros lo consideraban el mejor amigo que pudiera tenerse y las maestras le demostraban la mayor consideración. Prestaba todo lo que le pedían, sacaba las más altas calificaciones en todas las materias, cantaba los himnos con mucho fervor en cada fecha patria y jamás perdía el tiempo leyendo libros o viendo programas de televisión que no fueran de consenso general entre sus condiscípulos o docentes.
En la escuela avanzada fue también el mejor alumno en cada materia que le fue dictada. Aunque allí no pudo ser amigo de todos sus compañeros. Algunos de ellos tenían las típicas actitudes de la adolescencia: expresar rebeldía y buscar nuevos caminos en lugar de tomar los ya probados. Cosas que no podían permitirse en un comportamiento políticamente correcto como el que Héctor Gray se imponía.
Siempre se mantuvo lejos de los chicos de cabello largo, con o sin extensiones, que vestían ropa de cuero sintético negro fluorescente. Generalmente escuchaban géneros musicales crudos, los que no eran bien vistos, o al menos eso pensaba él, ya que no pasaban ese tipo de música por radio o por televisión. Héctor Gray sólo escuchaba música sintética y genérica, siempre de moda. En la música sintética las canciones tenían melodías de una sola nota y letras sin tema específico. La música cruda, en cambio, tenía melodías complejas, y letras que hablaban de guerra, hambre, injusticia social, amores y desamores. Y no se podían bailar.
¿A quién podía gustarle música que no podía bailarse?, solía preguntarse con frecuencia Héctor Gray, que como persona políticamente correcta, siempre que podía asistía a un boliche. Allí bebía algún trago, bailaba con una chica y gastaba su poco capital en algo que era correcto para la sociedad. No como otros jóvenes que preferían gastar dinero en cosas tan inusuales como discos de música cruda, libros de ficciones entreversadas o revistas de mangarietas.
“Ya crecerán”, solía decir.
“Sólo están prolongando un poco más de lo debido la adolescencia”, solía burlarse.
Concluyó la escuela avanzada con un título de técnico en mecanismos sintéticos de segundo orden. En poco tiempo consiguió empleo en una fábrica como operador de diversas máquinas. El trabajo no le agradaba, pero no tenía otras ofertas, y era políticamente correcto que tuviera un empleo desagradable y mal pagado.
También probó asistir a la universidad, sin embargo, con los horarios rotativos, las horas extras y otras circunstancias derivadas de su trabajo, el tiempo no le alcanzaba para llevar adelante una carrera. Para Héctor Gray estaba demasiado claro que la sociedad imponía que él debía trabajar, ya que si no lo hacía, no tendría dinero para ir los sábados al boliche. Así que dejó la universidad después de tres semanas de infructuosos intentos por mantenerse al día con las clases.
Con las chicas siempre había tenido un moderado éxito. Hubo muchas novias en su adolescencia, por la mayoría de las cuales no había sentido nada en especial. No obstante, lo políticamente correcto era que estuviera saliendo con alguien, mientras más bella, mejor. Los sentimientos ocupaban un segundo plano. En ese sentido, su prueba más difícil la tuvo a los veinticuatro años. Aunque jamás lo admitiría en público, se había enamorado. No porque fuera políticamente incorrecto enamorarse. El problema era que ella tenía diecinueve años, cinco menos que él, y en el mundo civilizado que él conocía, no podía permitirse que sucedieran semejantes desajustes. Uno y dos años de diferencia estaban bien. Tal vez hasta tres. Pero cinco, no. Optó por guardar sus sentimientos en el rincón más profundo de su corazón y olvidarse para siempre de la dama en cuestión.
Al llegar a los veinticinco decidió que era políticamente correcto sentar cabeza y se casó con la chica con la que estaba saliendo. Una mujer de su edad y condición social. Sería una buena esposa y madre se decía continuamente antes de la boda, una ceremonia con muchos invitados, como mandaba la etiqueta. Un año después, mientras luchaba para que no le remataran la casa por las deudas que había dejado el casamiento, llegó su hijo.
En el trabajo no le había ido mal. Después de ser un operador en el escalafón más bajo durante quince años había sido ascendido a operador clase dos. Con diez por ciento más de sueldo. Héctor Gray creía tener todo lo que un hombre de su origen social y posición económica podía llegar a aspirar.
—Brindemos, familia —propuso Héctor Gray, levantando su voz sobre el ruido de sirenas que provenía del exterior—. Brindemos por esta ocasión tan especial, por el año que viene, por el año que se va, por los que ya no están, y agradezcamos al Supremo por estar juntos.
—¡Héctor! —exclamó su suegra—. ¡Usted siempre tan correcto!
—Pienso que así debe ser —respondió Héctor Gray—. ¿Qué hubiese sido de mi vida de no haber tomado siempre decisiones políticamente correctas?
Héctor Gray llevó la copa a la boca, cerró los ojos y de un solo trago vacío su contenido. Champaña genérica de la más barata, por supuesto. Cuando bajó la copa y abrió los ojos vio que todos estaban demasiados quietos. Más que quietos, petrificados. Su esposa, junto a él, todavía tenía la copa en los labios, sin que se moviera una gota de líquido. Sus suegros tenían el brazo detenido a media trayectoria de la boca. Todos tenían una amplia sonrisa en el rostro, pero carente de vida.
Héctor Gray pensó que le estaban haciendo una broma. Inmediatamente se dio cuenta de otra cosa. Había un absoluto silencio. No se escuchaban las clásicas sirenas y detonaciones de artefactos de pirotecnia que acompañaban la llegada de cada año. Pasó un minuto y todos seguían inmóviles. Y el silencio continuaba siendo total.
—¿Qué está pasando? —gritó, con una sombra de pánico en el tono de su voz.
—No hay necesidad de gritar —contestó alguien detrás de él.
Al darse vuelta, Héctor Gray vio a un hombre de mediana estatura y de unos veinte años a lo sumo, jugando despreocupadamente con los botones de su teléfono celular. Vestía camisa y pantalón de jeans. Una persona normal que no llamaría la atención, si no fuera que estaba en la sala de la casa de sus suegros, en medio de circunstancias por demás inexplicables.
—¿Quién es usted? ¿Cómo entró aquí? —le inquirió Héctor Gray—. ¿Qué busca?
—Soy un Samaritano —dijo el extraño, con una media sonrisa—. Entré por la puerta —dijo señalando la entrada a la sala—. En cuanto a mi propósito, vengo a contestar tu pregunta.
—¿Qué pregunta?
—Acabas de preguntar que hubiese sido de tu vida de no haber tomado siempre decisiones políticamente correctas. Yo te lo voy a enseñar.
El Samaritano sacó un control remoto del bolsillo trasero de su pantalón y encendió el televisor ubicado sobre una mesita en un rincón de la sala. Aparecieron las imágenes de un aula en una escuela guardería. Había un niño sentado en un banco y una maestra de pie junto a él. Héctor Gray reconoció enseguida esas imágenes. Era su antigua aula, allá por el sexto grado, y ese chico, allí sentado, era él.
Héctor, otra vez peleando con tus compañeros —decía la maestra.
No es culpa mía —respondía la versión infantil de Héctor Gray—. Ellos se burlan de mí.
Mira, tu conducta en clase no es buena. Y estos constantes problemas no son bien vistos por la dirección. Además, si te seguís negando a cantar los himnos en las fiestas patrias vamos a tener que llamar a tus padres, como paso previo a la expulsión.
Es que no puedo. Todos los himnos hablan de matar y morir. Y yo no quiero matar a nadie. Ni tampoco morirme.
Nadie quiere que te mueras. Pero...
La imagen se apagó. Héctor Gray miraba incrédulo, ya al televisor, ya al intruso.
—¿Qué es esto? ¿Una broma?
—No, no es ninguna broma —respondió el Samaritano—. Dije que iba a responder tu pregunta y aquí tienes una parte de la repuesta. Lo que viste son las imágenes de lo que hubiese sido tu niñez si no hubieras sido políticamente correcto.
—Y así no habría llegado a ninguna parte —dijo Héctor Gray mientras, a pesar de su asombro, tomaba algo más calmado la situación. Acababa de verse a sí mismo como un chico marginado, sin amigos, que cuestionaba todo. La confirmación de sus convicciones—. Seguramente nunca habría tenido nada de lo que tengo ahora de haber sido un niño así. Nunca hubiera llegado a ser el hombre que soy.
—Vos lo dijiste. Ese chico nunca habría sido como vos —tras decir esto el Samaritano volvió a encender la televisión.
Las imágenes mostraban el comedor de la casa donde Héctor Gray se crió. Había varios jóvenes sentados a la mesa. Los reconoció enseguida, eran compañeros suyos de la escuela avanzada. A la mayoría casi nunca los había tratado, así que se asombró de que estuvieran allí. Y más se sorprendió cuando vio a su yo adolescente, de caballera más larga que lo aconsejable y con una extraña estampa en la remera. Se trataba de un personaje de mangarieta que no reconoció, por desconocerlo todo acerca de la literatura gráfica. El Héctor Gray del televisor encendió un reproductor de CD. Comenzó a sonar música cruda, estridente, y con letras de contracultura.
Bueno —decía uno de los muchachos— juntamos casi cinco taras, con esto compramos una botella grande de gaseosa sin azúcar y un paquete de galletas sin sodio.
Y si lo estiramos un poco nos alcanza para cien gramos de embutido sin grasas trans —decía otro.
Todos reían, mientras hacían chistes sobre el examen que los esperaba al otro día. Las imágenes volvieron a desaparecer.
—¿Y qué fue eso?
—Vos de adolescente —respondió el Samaritano— si no hubieses sido políticamente correcto.
—No entiendo. Me estás diciendo que ese niño del que todos se burlaban en la escuela guardería habría tenido buenos amigos en la escuela avanzada.
—Yo diría que más que buenos amigos —el Samaritano sopesó la idea—. Yo diría que habrían sido una hermandad. Un grupo muy unido, de pocos miembros: los necesarios.
—Te lo concedo —dijo Héctor Gray tras un instante de reflexión—. Esta versión mía de cabello largo y gustos contraculturales podría haber tenido mejores amigos que yo. Pero ya quiero ver la parte en que tuvo que enfrentarse con la vida. Y como se dio la cabeza contra la pared.
—No te apures —decía el Samaritano mientras accionaba otra vez el control remoto—. Es la parte que viene.
Las imágenes mostraron a un Héctor Gray de veintiún años caminando por la calle de regreso a su casa. Tenía el cabello hasta media espalda, vestía jeans rotos y una remera negra descolorida por el uso. Probablemente la misma que usaba en las imágenes anteriores. Dos mujeres desde la puerta de una casa lo veían pasar.
Que enorme está ese chico —decía una.
Enorme y vago —decía su interlocutora—. No trabaja, no va al boliche, no gasta su dinero en pseudo bebidas espumantes, nadie sabe qué hace ni de que vive. Aunque me pareció escuchar que sus padres le decían a otro vecino que estudia en la universidad.
Así, ¿no me digas?
Sí, eso escuché. Pero su familia es de clase moderada, consumidora de segundas marcas. ¿Y lo viste bien? Más parece alguien de clase subalterna, consumidora de planes sociales, que un estudiante universitario.
El Samaritano volvió a apagar la televisión
—Tenía razón —dijo Héctor Gray, lleno de satisfacción—. Mira lo bajo que hubiera caído de no haber sido políticamente correcto. ¡No tener trabajo ni asistir al boliche a esa edad! ¡Y que mis padres tengan que mentir que estudio en la universidad! Dime, ¿a dónde habría terminado? ¿Juntando cartones en la calle para cambiarlos por drogas naturistas?
—Bueno. Tus padres no habrían tenido que mentir —le respondió el Samaritano—. Si te hubieras dado la oportunidad, realmente habrías estudiado una carrera universitaria. La parte que viene te sacará todas las dudas.
Las imágenes mostraban una oficina del algún tipo, con sus paneles separadores de plástico. Allí se veía a un Héctor Gray, con sus cabellos largos, jeans sanos y una remera negra nueva, pero con la misma estampa que en las anteriores escenas. Estaba sentado en lo que parecía una sala de espera.
Héctor Gray —llamó un muchacho— Físico atómico, recién graduado como el mejor alumno de su generación, aquí está tu primera mensualidad.
El muchacho le acercó un sobre a Héctor Gray. Este lo abrió y contó su contenido. Diez billetes de cien taras.
La imagen volvió a oscurecerse, al igual que el perplejo rostro de Héctor Gray. Recordaba el día que había cobrado su primer sueldo en la fábrica. Apenas le había alcanzado para los viáticos.
—Ya es suficiente —dijo luego de un rato al intruso—. Si querías amargarme, ya lo hiciste.
—No, amigo —dijo el Samaritano, algo preocupado por el rostro triste de Héctor Gray. No esperaba esa reacción—. Vos preguntaste y yo traté de ayudarte. Es todo por tu bien. Pero estoy seguro que la respuesta todavía no está completa.
La televisión volvió a encenderse. Mostraba a un Héctor Gray contemporáneo del que observaba la pantalla. Estaba frente a una computadora portátil, escribiendo velozmente. A su espalda, en la pared, había un diploma enmarcado, en el que se destacaba en grandes caracteres la frase “Artista Censado”. Más abajo explicaba que Héctor Gray era escritor de ficción entreversada, ampliamente reconocido por la forma en que había mezclado sus complejas teorías sobre física con la literatura.
Una joven mujer se acercó hasta el Héctor Gray de la televisión y lo abrazó. Estaba embarazada. Héctor Gray se dio vuelta y la besó.
¿Qué escribís, amor mío? —preguntó la mujer en la pantalla.
Un cuento —le respondió el Héctor Gray escritor— De pronto me puse a pensar en cómo hubiese sido mi vida de haber sido una persona políticamente correcta.
¿Y cómo termina? —quiso saber la mujer.
¿No te lo imaginas? —preguntó a su vez el Héctor Gray alternativo.
La imagen se apagó por última vez.
—Reconociste a la mujer, ¿verdad? —preguntó el intruso al ver la cara desencajada de Héctor Gray.
—Pero ella...
Aquella era la mujer que una vez había amado, y que prefirió olvidar, porque no era políticamente correcto que hubiera algo entre ellos. Había olvidado lo mucho que la había amado. Infinitamente más de lo que sentía por su esposa.
—Bien, Héctor, ya debo irme. Recuerda, todo esto lo hice por tu bien.
El Samaritano caminó hasta la puerta de la sala y se desvaneció al cruzarla. El mundo entorno a Héctor Gray recuperó el movimiento. Las ensordecedoras explosiones de la pirotecnia llegaban desde el exterior, mientras su familia reía y le dirigía palabras huecas sobre la corrección y su importancia en la vida. Sin decir nada, Héctor Gray hizo lo único políticamente correcto que podía. Sacó el revólver que guardaba su suegro en un cajón y se pegó un tiro en la sien mientras cruzaba la puerta de la sala.



Capítulo 2. La musa esquiva

No había una sólo nube en el cielo. Todo el mundo parecía feliz, tan sonriente como el sol que brillaba en el firmamento. Todo el mundo a excepción de Judas Völler. Sentando en un bar, sacudía suavemente la taza de café negro instantáneo sin cafeína torrado con edulcorante, con la mirada perdida en su sintética infusión.
Parece que llevas el peso del mundo en los hombros —dijo alguien.
Judas Völler levantó la vista. Se encontró con un hombre joven vestido de jeans.
No tengo dinero —dijo Völler—. Lo que sea que vendas, no pierdas el tiempo conmigo.
Pues, la verdad, no vendó nada. Al contrario, tal vez vos puedas venderme algo. Estoy buscando un pintor. Un retratista para ser más exacto. En la oficina de censos me dijeron que vos eras el mejor.
Judas Völler señaló con la mano una silla vacía, invitando a su interlocutor a que se sentara.
Mozo, tráigame un café —pidió el muchacho mientras tomaba asiento.
No sé que le dijeron en la oficina de censos, y aunque cualquier dinero me vendría bien, debo confesarle que yo no soy retratista. Al menos ya no.
Eso sonó a que hay una historia interesante detrás.
Völler cerró los ojos. El pasado bailó ante sus ojos. Casi nunca hablaba sobre sí mismo. Sin embargo, aquel día deseaba conversar.
Hace tiempo, cuando era un niño, yo soñaba con ser un gran líder —confesó el artista—. Uno de esos grandes líderes que son inmortalizados en la historia, como Magma del Cairo o Gin Set Dog. Con el tiempo, comprendí que las hazañas de aquellos hombres fueron miles y miles de cadáveres pudriéndose al sol.
»Y empecé a entender, con la experiencia de los años, que no es fácil decidir que es lo mejor para otra persona. Lo había aprendido en carne propia, muchas veces que otros decidieron que era lo mejor para mí... y me lastimaron.
Tomar decisiones nunca es fácil —dijo el muchacho—. Yo me rijo por una sencilla regla. Si encuentro un escarabajo de espaldas, intentando darse vuelta, lo ayudo. Si veo un escarabajo caminando en la calle, entre las ruedas de los autos, lo dejo ahí, en el camino que eligió.
Una regla bastante absurda, debo decir. No se ofenda. Yo tan sólo quiero seguir mi camino. Sin lastimar a nadie, decidiendo por mí mismo. Sin embargo, llegó un día, un fatídico día, en que quise que otro tomara la decisión por mí.
»Hace un tiempo ya que empecé la universidad, en la carrera de física, rama temporal. Allí conocí mucha gente. Hice nuevos amigos. Sentí que formaba parte de un grupo. También en esa época comencé a tener cierto éxito con el arte. Mis cuadros se vendían, a precio moderado, pero era un buen dinero para mi bolsillo.
»El primer año de universidad había conocido a Angus Al Capella. Resultamos ser buenos amigos. Hermanos de la vida. Él era la estrella del departamento de física, un alumno muy prometedor. Yo era una más del montón, más artista que físico. Pero congeniábamos.
»Pese a las diferencias de talento académico, logré seguirle el paso y llegamos juntos al último año de la carrera. Claro que él trabajaba en varios proyectos de la universidad y yo apenas lograba estar al día. Fue durante ese último año que conocimos a Jenifer Ocllo.
»Jenifer era una mujer extraordinaria en todo sentido. Por las mañanas daba clases de saxofón. Por las tardes realizaba tareas comunitarias en escuelas y hospitales. Por las noches era stripper en un fashion boliche. Bella, inteligente, sensible, todo calificativo era poco para ella. Me enamoré apenas la conocí un día que fui al hospital a atenderme una luxación de la muñeca.
»El problema fue que Angus también se enamoró de ella, la noche que me acompañó a verla bailar en el fashion boliche.
»Como artista, cualquiera diría que no tendría problemas en expresar mis sentimientos. Pero lo cierto es que soy un hombre reservado, y no le había hablado de mis sentimientos a nadie, ni siquiera a Angus Al Capella, mi mejor amigo. Aunque debería haber sido obvio lo que me sucedía. Desde el día que la conocí, y durante casi un año, no hice otra cosa que pintar retratos de Jenifer.
»Contrario a mí, Angus me confesó la misma noche que la había conocido que estaba enamorado de Jenifer.
Judas Völler hizo una larga pausa.
Dentro de nuestro grupo de amigos, Angus y yo nos destacamos por tener personalidades fuertes y fuera de lo común. Todo el tiempo estábamos dándonos duras chanzas y burlas excesivamente agresivas, pero todo dentro de un marco de amistad, solidaridad y compañerismo que por momentos era totalmente contrastante. Angus era el mejor amigo que había tenido en la vida.
»Y Jenifer Ocllo era la mujer de mi vida.
»Tenía que tomar una decisión. Perder a la mujer que amaba, o lastimar a mi mejor amigo. Una decisión que nunca pude tomar. Por un tiempo me recluí en mí mismo, sin saber que hacer. Angus no perdió el tiempo e invitó a Jenifer a salir. Lo más doloroso fue que me enteré por boca de ella, que me llamó por teléfono y me preguntó que opinaba. “Debo salir con Angus, o hay algo que quieras decirme” me dijo, con voz ansiosa.
»Le dije que no tenía nada que decir. Desde entonces, me he alejado de Angus, de mis amigos de la universidad, y sobre todo, de Jenifer. Y dejé de pintar retratos. Cada vez que intento dibujar un rostro, termino esbozando la sonrisa de Jenifer.
Judas Völler golpeó la mesa con sus puños.
Lo lamento, amigo, pero no puedo ayudarlo.
No hay problema. Es su decisión. Completamente suya.
Por cierto, ¿quién es usted?
Un Escarabajo —se presentó el muchacho.
Qué tenga un buen día, Unes Carabajo.
El artista se levantó de la silla, dejó cuatro taras sobre la mesa, y se marchó. Caminó hasta su casa con las manos en los bolsillos y unas tímidas lágrimas asomando de sus ojos. Jamás había confesado a nadie sus sentimientos, y unos instantes atrás, sin saber porque, le había contado todo a un extraño.
Llegó a su estudio y se desplomó sobre una silla. Pensó en Unes Carabajo. Un nombre poco común, aunque los había más raros. Tomó un lápiz y se abalanzó sobre una hoja de papel. En pocos trazos firmes esbozó la figura del muchacho. Por primera vez en muchos meses sentía nuevamente deseos de pintar retratos. La musa había regresado.



Capítulo 3. A través de la puerta

La lluvia se precipitaba torrencialmente sobre las calles de la ciudad. Enriko McMateo caminaba a paso lento desde el automóvil al hall central del hospital. El agua que caía a su alrededor y sobre su paraguas no le molestaba. Al contrario, le gustaba caminar bajo la lluvia. Le ayudaba a pensar.
Su trabajo lo obligaba a viajar constantemente. Casi nunca estaba en su casa. Algo que no le había importado hasta que Cecilia apareció en su vida. Por casualidad, la había conocido un día de lluvia, tres años atrás, mientras iba de un asunto de trabajo a atender otro. Él caminaba, tranquilamente con su paraguas. Ella iba corriendo, toda empapada, a guarecerse bajo el toldo de un comercio. Como todavía tenía tiempo para llegar a su siguiente labor, también se guareció bajo el toldo. Empezaron conversando sobre la lluvia que caía rabiosa. Cuando amainó ella le dio su número de teléfono celular. Comenzaron a salir, a conocerse.
Desde hacía dos años Enriko McMateo le prometía a su novia que dejaría su trabajo y buscaría otro que le permitiera pasar más tiempo con ella, y formar una familia. Pero primero debía ordenar todos sus asuntos. Aquel día lluvioso iba a resolver el último. Un último trabajo y estaría liberado para emprender una nueva etapa de su vida.
Cerró el paraguas al entrar al edificio.
¿Viene por el censo de artistas? —le preguntó una sobremaquillada recepcionista.
No. Soy el doctor Enriko McMateo. Vengo a entrevistarme con el doctor Jonas Nahuel y uno de sus pacientes.
Pocos minutos después el doctor Jonas Nahuel llegó a la recepción y saludó con un apretón de manos al doctor Enriko McMateo. Lo condujo hasta su oficina, donde tomaron asiento.
¿Desea un café edulcorado? —preguntó el doctor Jonas Nahuel a su visitante.
Quizás más tarde. Dígame, ¿cómo se encuentra hoy el paciente?
Estable. Como decía el informe que le enviamos por correo electrónico, no ha tenido un episodio psicótico en cinco años. Lo leyó, ¿verdad?
Por supuesto. Es por eso que estoy aquí. Me interesa mucho el cuadro de disociación temporal que presenta. ¿Qué más puede decirme al respecto antes de que me entreviste con el paciente?
No más de lo que está en el informe. El paciente fue encontrado hace cinco años en un pasillo de un supermercado, junto a la puerta del baño, con un tiro en la sien. Los médicos que lo atendieron lograron extraer la bala, que por un milagro no había causado daño cerebral, salvándole la vida. Cuando recuperó el conocimiento, como rutina, se le preguntó su nombre y si sabía que día era. El paciente respondió que era treinta y uno de diciembre, pero del año 911 de la era de Humberto.
Casi diez mil años en el pasado —interrumpió Enriko McMateo.
Como sea, ese tipo de desorientación es común en pacientes que han sufrido conmoción cerebral. No obstante, el paciente tenía construida toda una compleja fantasía sobre el tema. Aseveraba haber nacido en el año 876 de la era de Humberto, 5245 años antes de la era de Jacobo, donde tenía una vida normal, junto a su esposa y su hijo de ocho años, y un trabajo como técnico en máquinas de algún tipo. Fue inmediatamente trasladado a este hospital psiquiátrico. Al principio, solía ponerse violento cuando alguien intentaba hacerle ver la realidad, poco a poco fue aceptando que vivía en una época diferente. Comenzó a leer. Prácticamente se devoró los libros de historia de nuestra biblioteca, la cual, sabrá, no es nada pequeña. Luego siguió con los libros de física, convirtiendo en un erudito en la materia. Tal vez lo haya sido antes del disparo en la cabeza. Al día de hoy no hemos podido establecer su verdadera identidad, no hay registros de personas desaparecidas que concuerden con él.
¿Y por qué continúa internado? Ha dicho que no muestra tendencias violentas, y que ha aceptado que es el año 4567 de la era de Jacobo.
Es verdad. Ha mostrado mejorías en cuanto a su temperamento, siendo mi opinión profesional que no es a priori una amenaza para sí o para otros. No obstante, si bien ha aceptado que vive en nuestra era, sigue creyéndose nativo de otra. El paciente cree que, de alguna manera que no puede especificar, ha viajado en el tiempo —el doctor Jonas Nahuel se puso de pie—. Bueno, lo llevaré a ver al paciente.
Las puertas del pabellón de mínima seguridad se abrieron. Los tacos de los zapatos retumbaban en las paredes grises. Los doctores Enriko McMateo y Jonas Nahuel avanzaron hasta la habitación B314. Dentro de ésta un hombre de unos cuarenta años leía un pesado libro sobre reactores nucleares. No era de divulgación científica, se podía construir una planta de energía con los contenidos de aquel volumen.
Buenos días, doctor Jonas Nahuel —dijo el paciente, levantando la vista del libro.
Buenos días, Héctor Gray —contestó el doctor—. Tienes visita.
Soy el doctor Enriko McMateo —se presentó el visitante—. Quisiera conversar un rato contigo.
El doctor Jonas Nahuel saludó una vez más al paciente y los dejó solos en la habitación. Dos enfermeros aguardarían afuera por si necesitaba algo, como un café o un chaleco de fuerza.
Bueno, Héctor, ¿te sentís cómodo aquí?
Supongo que sí, teniendo en cuenta mis opciones limitadas.
¿Y por qué pensás eso?
Porque estoy loco. Aquí es donde debo estar, entre paredes acolchadas y doctores pregúntame a cada instante por qué pienso lo que pienso.
Sos un hombre inteligente. Hagamos un trato. Sé sincero conmigo, y yo no haré preguntas tontas.
De acuerdo, pero primero conteste una pregunta. ¿A qué ha venido?
A ayudarte.
Por supuesto. A hacer cosas por mi bien.
No necesariamente.
Héctor Gray miró contrariado al doctor Enriko McMateo.
Mira, Héctor, sos un hombre grande, capaz de tomar tus propias decisiones. Puedo ayudarte a decidir, a ir donde quieres ir, pero la decisión de qué hacer o a dónde ir es completamente tuya. Podés equivocarte, podés hacerte daño, pero es tu decisión, y no es mi facultad decidir por vos.
Vaya, al menos ahora sé que no sos un Samaritano.
No —dijo el doctor, con el ceño fruncido—. Para nada soy un Samaritano.
¿Y cómo pensás ayudarme?
En realidad, si todo va como espero, será algo mutuo. Vos me vas a ayudar tanto como yo a vos.
Prometió no divagar.
Prometí no hacer preguntas tontas. Como, por ejemplo, en qué año naciste.
Héctor Gray sopesó la respuesta.
Seguro que ya leyó todo sobre mí, así que no vale la pena darle más vueltas. Nací en el año 5245 antes de la era de Jacobo.
¿Sabés qué es esto? —dijo Enriko McMateo extendiendo su mano con un pequeño aparato.
Sí. Es un teléfono celular. No es ninguna novedad.
Claro que no, porque en el año 5245 antes de la era de Jacobo había teléfonos celulares, ¿no es cierto?
Sí. Eran muy similares a estos. Los de mi época tenían pantalla de cristal líquido, sensibles al tacto, en lugar de botones sólidos. Ah, ya caí. Me hace hablar, describir mi compleja fantasía disociativa.
Eran como éste —dijo Enriko McMateo mientras exhibía otro teléfono celular, con pantalla de cristal líquido. Héctor Gray asintió—. Estos salen al mercado el año próximo. ¿No te parece extraño que vos tuvieras mejores teléfonos celulares hace diez mil años de los que se consiguen hoy en una tienda de electrónica?
Ya pasé por eso, doctor. Y como no es una pregunta tonta, le voy a ser sincero. No tengo idea de por qué todo es igual que hace diez mil años. No son sólo los teléfonos celulares. La gente, los nombres, la televisión, los cajeros automáticos, las computadoras. Todo es igual o parecido. Tecnológicamente un poco más avanzado, o un poco más atrasado, nada parece haber cambiado. He leído cuanto libro de historia ha caído en mis manos. Y no he podido encontrar una respuesta. La historia se resume en cronología de líderes, cambios políticos y estadísticas televisivas. Nada que indiqué como vivía la gente diez mil años atrás, ni cien años atrás. Todos suponen que todo debió ser más primitivo, pero nadie lo sabe ni le interesa. Y lo más fascinante, en mi época era igual, estábamos convencidos de que éramos la cúspide de la civilización, sin preocuparnos demasiado cómo vivían nuestros antepasados. Pero lo éramos. Éramos la cúspide, pero la cúspide de una meseta interminable.
¿Y tenés idea de cómo llegaste aquí?
No. No lo sé.
Vamos. ¿No crees que tuvo algo que ver con el Samaritano?
Héctor Gray se rascó la barbilla.
Sabe, doctor, los últimos cinco años he pensado en dejarme la barba, y el cabello largo, pero las normas del hospital no lo permiten. Tal vez debería romperlas.
Ojalá no lo hagas. Pero es tu decisión. Y recuerda, decidas lo que decidas, yo te apoyo.
¿Quién es usted y qué sabe del Samaritano? Nunca le hablé a nadie de él.
Hace un instante dijiste que yo no era un Samaritano. Pude haber inferido que tuviste problemas con uno.
Es cierto. Sos muy hábil. Nunca se lo conté a nadie —Héctor Gray hizo una pausa—. Y no pienso hacerlo ahora.
Tal vez no sea necesario. Déjame adivinar. Alguien aparece de improviso, se identifica como un Samaritano, hace algo por tu bien, y después se marcha, desapareciendo por el umbral de una puerta.
Héctor Gray permaneció unos minutos en silencio. Caminó por la habitación dando círculos con la cabeza gacha, mirando el piso.
¿Quién sos vos? —preguntó al visitante.
Alguien que puede ayudarte.
No juegues conmigo. Si no sos otro maldito Samaritano, que sos.
A los de mi tipo los llaman Escarabajos.
Muy bien doctor Escarabajo, sabes de mí más de lo que nadie debería saber, así que desembucha.
Los Samaritanos pueden viajar por el tiempo y el espacio, cruzando el umbral de una puerta. Las ventanas sirven también, pero las puertas son más cómodas. El problema con los Samaritanos es que suelen ser descuidados, y a veces dejan el pliegue espacio-temporal abierto. La noche del 31 de diciembre del año 911 de la era de Humberto, el Samaritano que conociste olvidó cerrar la puerta detrás de sí, y al cruzarla, acabaste diez mil años en el futuro, con un tiro en la cabeza y un diagnóstico de insania asegurado.
El maldito Samaritano —escupió con rabia Héctor—. Todo es su culpa. ¿Y vos, doctor Escarabajo, cómo sabes lo que sabes?
—Nosotros, los Escarabajos, también podemos viajar en el tiempo y el espacio. Pero tenemos reglas. Reglas que debemos cumplir sin excepción.
Héctor Gray comenzó a reír.
¿Qué es esto? ¿Una broma? ¿O es que estás más loco que yo? No, ya entendí. Es una maldita prueba. Prueben al loco, a ver si ya está curado o sólo finge estarlo.
Enriko McMateo caminó hasta la puerta de la habitación y la abrió de par en par.
Cree lo que quieras creer. Cruzá la puerta, y ven conmigo. O quédate a reírte otros diez mil años. La decisión es tuya.



Capítulo 4. Profesiones

—Espina del Brown es arquitecto diplomado y trabaja en un gran estudio de abogacía, el más importante de la República Matancera, como mensajero y cadete —comenzó a explicar Enriko McMateo a Héctor Gray—. Tiene treinta años, está casado con su novia de la escuela y tiene dos hijos de su primer matrimonio. Las vueltas de la vida.
»A Espina del Brown le gusta mucho la profesión que estudió. La eligió porque le agrada conocer gente diferente y entablar enriquecedoras conversaciones con disímiles clientes. Además, disfruta mucho dibujar y usar su imaginación para resolver problemas.
»Lo que le disgusta de su profesión es trabajar en espacios cerrados y estar sentado mucho tiempo. Tampoco le gusta viajar largas distancias a los edificios en construcción. Así que, tras terminar la universidad, solicitó su actual empleo en el estudio de abogacía, casualmente, propiedad de su suegro, el padre de su segunda esposa, su novia de la escuela.
»Si Espina del Brown hubiera tenido la oportunidad de elegir otra profesión, habría elegido ser mecánico automotor, porque disfruta mucho de los automóviles. Tiene dos vehículos que desarma y repara por sí mismo los fines de semana. También hubiera elegido seguir casado con su primera esposa, madre de sus dos hijos y la mujer que realmente ama. Eso si alguien le hubiera dado la posibilidad de elegir.
Héctor Gray no decía nada. Era mucho lo que su cabeza intentaba asimilar. Si alguien le hubiese preguntado en que pensaba, hubiera dicho que estaba algo turbado por todo el asunto de ayudar a la gente a seguir su camino. Si le hubieran preguntado a Enriko McMateo en qué creía que estaba pensando Héctor Gray, hubiese dicho que estaba abrumando por el abanico de posibilidades que se abría ante él para resolver los problemas de otras personas.
Lo cierto era que aquella mañana de un día frío del año 982 de la era de Mario Emilio, mientras los dos Escarabajos, aprendiz y mentor, observaban desde un bar a un hombre joven que caminaba en la calle llevando un mar de papeles, Héctor Gray pensaba en las modificaciones que haría al teléfono celular de su maestro una vez que fuese suyo. Era todo un experto en física temporal. No le costaría nada hacerlo.
En definitiva, no hay nada que podamos hacer por él —concluyó McMateo, mientras mezclaba su café edulcorado.
Si vos lo decís —dijo Héctor Gray, entre sorbos a su té de hierbas naturales transgenéticas.
No es lo que yo diga. Es lo que él decidió. Espina del Brown eligió dejar que otros decidan su vida. Y no hay signos de que vaya a cambiar.
Entiendo. Es el escarabajo que camina en la calle. Ahora que recuerdo, tenía una pregunta para vos. ¿Qué fue primero, el nombre de Escarabajos para la gente como nosotros, o la santa regla sobre escarabajos peloteros?
Primero y después son términos muy confusos para los viajeros del tiempo. Deberías saberlo, Héctor.
Yo diría más bien que son términos relativos. Partiendo de la base que un viajero del tiempo no puede modificar su propio pasado, ya que crearía una paradoja, podríamos trabajar con dos marcos de referencia. Uno sería el tiempo desde el punto de vista de una persona común que no puede desplazarse entre eras. El otro es el tiempo según un Escarabajo o un Samaritano. Para ambos, el tiempo transcurre de la misma manera según su propio marco de referencia.
Pará amigo. Vos sos el experto en el tema. Yo sólo aprieto botones y voy de un lugar a otro.
En la calle, Espina del Brown caminaba apurado. Tenía que llegar al automóvil y llevar importantes documentos a sellar en diferentes agencias gubernamentales, o su suegro le daría una reprimenda. Al abrir la puerta, golpeó a un muchacho que venía caminando mirando hacia atrás, sin prestar atención por donde iba.
Cuidado amigo —dijo del Brown, furioso. El automóvil era de la empresa y si lo rayaba le descontarían las reparaciones de su sueldo.
Pero al levantar la cabeza, y ver el panorama completo, su estado de ánimo cambió. Cincuenta metros más allá, dos soldados de la policía militar se acercaban, echando un ojo en cada bar y negocio, preguntado a los transeúntes por alguien mientras mostraban una fotografía.
El muchacho que había chocado contra la puerta del automóvil tenía el cabello rasurado, cicatrices y moretones en la cara, brazos y toda superficie visible de su cuerpo. Sin duda era un conscripto que había escapado de los maltratos del servicio militar obligatorio.
Espina del Brown recordó en ese instante todas las torturas y vejaciones que había sufrido cuando él fue conscripto. Dentro de todo, la había sacado barata, sólo una cicatriz de bayoneta en la nuca por tardar demasiado en pelar unas papas. Siempre había sido una persona muy obediente que hacía lo que le ordenaban. Otros no tenían tanta suerte. Uno de cada diez conscriptos no terminaba el servicio militar, por discapacidad o por muerte.
Subí —le dijo al muchacho.
Antes de saber que estaba haciendo, Espina del Brown puso en marcha el automóvil de la empresa de su suegro y salió a toda velocidad, llevando consigo a un desertor que escapaba del ejército. Los papeles que había traído consigo quedaron desparramados en el suelo, en el asfalto de la calle.
Al final de cuentas, tal vez podamos hacer algo por ese hombre —dijo Enriko McMateo, desde el bar, mientras acababa su café.



Capítulo 5. El Templo del Tiempo

El doctor Angus Al Capella saludó a la multitud reunida en el auditorio del Templo del Tiempo, como se conocía a la Universidad Regional Nº4, por ser su departamento de física el origen de los mayores avances en el campo de la física temporal.
Desde el principio del mundo el hombre ha querido viajar —comenzó su discurso—. Viajar de un lado a otro en busca de alimento, mejor clima o simplemente para saciar sus sed de aventuras. Primero a pie. Luego con la rueda y el caballo vinieron los carros. Al caballo lo reemplazó el motor. A los carros le sucedieron aviones y helicópteros. En una carrera que jamás se ha detenido, y que probablemente nunca se detenga, el hombre ha ideado vehículos que surcan la tierra, al agua y el aire. Incluso vehículos capaces de ir más allá de la atmósfera terrestre y alcanzar los cuerpos celestes de nuestro sistema solar. Pero, al día de hoy, había un vehículo que el ser humano no había logrado idear. Un vehículo que surque el tiempo.
»Pues bien, de eso se trata esta conferencia. Tengo el enorme placer de anunciarles que yo y mi equipo hemos concluido la construcción de un dispositivo capaz de transportar a un hombre en el tiempo y el espacio —decía mientras exhibía un teléfono celular.
La muchedumbre comenzó a murmurar. La conferencia parecía que iba a durar un buen rato y se acercaba la hora de comienzo del reality show de mayor audiencia en la televisión.
Doctor Al Capella —interrumpió alguien en la primera fila—. ¿Puede abreviar su discurso? Ya va comenzar Sexo y Escándalo.
¿Acaso has escuchado algo de lo que he dicho? —gritó el orador, furioso por la ruptura en el hilo de sus ideas—. ¿Acaso comprendes la importancia de lo que estoy divulgando? Acabo de anunciar que hemos inventado una máquina para viajar en el tiempo.
¿Y qué? —volvió a interrumpir el oyente de la primera fila—. La semana pasada anunció que había inventado una máquina para ver realidades alternativas. Y la anterior fue una máquina para rejuvenecer el cuerpo humano. Mi novia está muy feliz con su primer invento, pero la verdad es que estamos un poco cansados de tanta innovación, y queremos dedicar algo de tiempo, ese tiempo cuyos misterios tanto de empeña en descubrir, en actividades más ociosas y con mucho menos sentido.
Nadie los obliga a estar aquí —dijo Al Capella, con un bufido.
Apenas acabó de pronunciar la frase el público se levantó de sus asientos y abandonó el auditorio.
Odio los reality shows —bramó el doctor Angus Al Capella—. Si pudiera, los eliminaría de la existencia.
Estamos con usted —dijo el asistente en jefe del equipo de investigación, con la aprobación de los otros asistentes—. Pero hoy George Adansky va confesar secretos de alcoba de María Úrsula Towers. Así que si nos permite...
Los asistentes del equipo de investigación también se marcharon, dejando al doctor Al Capella solo en un auditorio vacío, con la cabeza hundida en el púlpito.
Si tanto odia los reality shows, ¿por qué no utiliza su máquina del tiempo para evitar que los inventen?
El doctor Al Capella levantó la vista del escritorio. El oyente de la primera fila que lo había interrumpido durante la conferencia seguía allí, en su asiento.
¿Usted? —dijo, acomodándose los anteojos—. Hace unos minutos parecía tener prisa por ir a ver su programa, señor...
Guy de Samaria. La verdad es que sí, tenía prisa. Pero después me di cuenta de que podía tomarme el tiempo necesario para escuchar su conferencia y después pedirle prestada su máquina para retroceder en el tiempo y ver Sexo y Escándalo sin complicaciones.
Un buen argumento. Lástima de que no se le ocurrió antes.
¿Y qué hay de mi pregunta? ¿Por qué no usa su máquina para solucionar su aversión a los reality shows?
Ojalá fuera tan fácil. Lo cierto es que el origen de los reality shows se pierde en los confines del tiempo. No hay registros históricos que nos hablen de sus inicios, parecen ser tan antiguos como la televisión.
Ya veo.
No. Usted no ve nada. Aunque conociera el origen de los reality shows, tampoco podría viajar al pasado y borrarlos de la existencia, porque al hacerlo, no los odiaría en el presente, y no viajaría al pasado para exterminarlos. Una auténtica paradoja.
¿Y las paradojas son malas?
Muy malas. Podrían destruir todo el universo.
Entonces, hay que evitar a toda costa las paradojas.
Guy de Samaria se levantó de su asiento y corrió hasta el púlpito. Tomó el teléfono celular del doctor Al Capella, abrió un pliegue espacio-tiempo en la salida de emergencia del auditorio y desapareció por ella.
Unos segundos después, un hombre joven apareció por la puerta por donde había salido Guy de Samaria.
¿De casualidad pasó un Samaritano por aquí? —preguntó.
Podría decirse que sí —respondió Al Capella—. Se marchó hace un instante con el único prototipo de una máquina del tiempo.
Gracias —dijo el muchacho, mientras apretaba botones en su teléfono celular.
¡Fascinante! —exclamó el doctor Al Capella al ver de cerca el dispositivo manipulado por el extraño, mientras un hilo de baba le corría por la comisura de la boca—. Has modificado mi diseño original para poder rastrear pliegues espacio-tiempo.
Por favor, usted hizo el trabajo pesado —dijo, y desapareció por la misma puerta por la cual llegó.



Capítulo 6. Por una moneda

El oficial Almejo Washingtonez se acercó sigilosamente a la parte trasera del galpón. Un llamado anónimo lo había llevado a ese depósito abandonado en las afueras del parque industrial de Viga V. Se trataba de una construcción de chapa con dos ventanas bloqueadas por cajas y una única puerta. Si había alguien adentro no podría escapar.
Buscaba una particular banda de falsificadores. Una organización criminal que le había dado a la policía federalísima más dolores de cabeza que ningún otro criminal en toda la historia de la República Popular Democrática de la Argentina. Desde hacía casi dos años que impunemente llenaban las calles de todo el país con monedas falsas de media tara y, hasta aquel momento, todos los intentos por encontrarlos y llevarlos ante la justicia habían sido vanos.
Al principio, no habían sido tomados muy en cuenta. Las monedas eran de poco valor y nadie se molestaba ni siquiera en fijarse si eran buenas o falsificadas, simplemente circulaban como si fueran de curso legal. Quizá en otro momento ninguna autoridad habría notado la propagación, pero por entonces, con la proliferación las máquinas expendedoras de comidas, bebidas, tickets, productos de variados tipos, todas funcionando con monedas, la historia era otra. Pronto las quejas de las empresas licenciatarias de las máquinas, como las de miles de usuarios, comenzaron a inundar las oficinas públicas. El principal problema radicaba en que a pesar de su gran parecido con las monedas legales, las falsas eran de una aleación distinta, por lo cual su espesor y peso diferían lo suficiente como para que máquinas expendedoras no las reconocieran, y por ende, las rechazaran.
Mucho tiempo estuvo la policía federalísima sin poder encontrar a los responsables de aquel fraude. Las primeras pesquisas habían arrojados resultados nulos, parecía que las monedas simplemente aparecían en la calle, en los bolsillos de la gente. Después de varias semanas de intensas investigaciones se descubrió que los falsificadores introducían las monedas a través de limosnas a iglesias y a indigentes, algo que costaba comprender, ya que nadie en todo el cuerpo de policía podía adivinar cuál era el lucro obtenido por los malhechores. A ese hallazgo siguieron varios meses donde se indagó a cada alma caritativa de la ciudad y alrededores. Agentes de policía disfrazados de mendigos se apostaron frente a templos y bancos, mientras eran filmados por sus compañeros. Aquello dio poco resultado, para entonces las monedas falsas estaban tan introducidas entre la población que perseguir a todos los que las regalaban resultaba un desperdicio de tiempo.
Había pasado casi un año de iniciada la investigación cuando hallaron uno de los talleres donde se realizaba la fraudulenta maniobra. En lo que parecía un desarmadero de automóviles encontraron varios hornos y los moldes utilizados, como más tarde comprobarían los análisis de laboratorio, en la fabricación de monedas apócrifas. Algunos testigos aseguraban haber visto a un sospechoso entrar en el taller poco antes de la llegada de la policía, sin embargo, no pudieron encontrar el menor rastro de los falsificadores.
En lo sucesivo otros cuatro talleres fueron descubiertos, pero sus ocupantes siempre lograban librar el cerco policial, aun cuando se tenía la certeza de capturarlos con las manos en la masa.
El oficial Almejo Washingtonez se encaramó al borde de la puerta. Con una fuerte patada la derribó y entró escudriñando el galpón en todas direcciones, sin dejar de apuntar con su revólver siempre al frente. Aquel parecía ser su día de suerte. Allí estaba el horno en el cual se fundía el cobre, y en una mesa contigua las prensas que se usaban para acuñar las falsas medias taras. Y si bien en un principio el recinto parecía vacío, un ruido detrás de unas cajas apiladas le reveló que uno de los falsificadores intentaba huir hacia la puerta.
A un agente bien entrenado de la policía federalísima no le costó trabajo rodear las cajas y, siguiendo las practicadas en más de una ocasión indicaciones del manual de procedimientos, tener al sospechoso en el suelo con las manos esposadas.
¿Dónde están sus cómplices? —preguntó sin mostrar ninguna emoción en sus palabras.
¡Usted no lo entiende! —dijo el detenido. Su voz mostraba una enorme desesperación, hasta se diría que un pánico mortal—. No debo ser detenido. ¡Por amor al Supremo, debe dejarme ir!
Dígale eso al juez y al fiscal. A mí sólo dígame donde están los otros.
¡Por lo Omnipotente! Deme al menos una oportunidad de explicarme.
El oficial Almejo Washingtonez estaba acostumbrado a esas reacciones por parte de los detenidos. Muchas veces intentaban convencer a los agentes de la ley de que todo se trataba de un error y que ellos no habían hecho nada. Frecuentemente, las explicaciones iban acompañadas de ruegos y súplicas de todo tipo. No era raro que alguno se pusiese a llorar mientras gritaba que era inocente. Pero algo dentro de él le dijo que debía dejar hablar a aquel hombre. La intuición solía ser un factor clave para hacer de un oficial un buen investigador, y su intuición no le había fallado nunca.
Bien —accedió el oficial, mientras ayudaba al detenido a sentarse sobre una caja—. Tiene un minuto.
Bueno, tal vez no me alcance ese tiempo.
Entonces no lo malgaste y vaya al grano de una vez, que tengo artistas que censar. Si no es el delincuente que falsifica monedas de media tara, ¿quién es usted?
Soy un Samaritano. Un Samaritano que ha visto el futuro.
El oficial Washingtonez observó al sospechoso. Decididamente trataba de tomarle el pelo, o estaba completamente desquiciado. Sus ojos estaban llenos de pánico, pero ningún gesto lo delataba como mentiroso. Se inclinó a pensar que no tenía todas las cartas en el mazo.
Buen cuento —dijo el oficial—. Ahora a la comisaría.
Espere. No quiere saber por qué estoy aquí.
Washingtonez lo analizó un segundo. No dudaba que el sujeto estaba deschavetado, pero, si le seguía la corriente, quizás podría hacer que soltara la lengua y llevarlo a sus cómplices.
Está bien. ¿Qué hace acá?
Verá oficial, sé que como agente de policía usted debe estar acostumbrado a todo tipo de cuentos de parte de los detenidos. No obstante, usted debe creerme. Todo lo que voy a decirle es verdad.
No dije que no le creyera.
—No, no me cree. De todos modos, he aquí lo que hago. Estoy tratando de evitar la trigésima tercera guerra mundial.
Vaya, amigo. En verdad se esforzó, aunque su minuto se acabó. A la comisaría.
¿Por qué no revisa mi bolsillo trasero? —dijo el detenido, con gesto de jugarse su última carta.
El oficial Washingtonez se acercó cuidadosamente al sospechoso y metió su mano en el bolsillo trasero del pantalón de jeans, el del lado izquierdo. No encontró nada. Metió la mano en el derecho, también en apariencia vacío. Se asombró al extraer un control remoto multifunción.
¿Qué es esto? —preguntó.
Si tuvieras un televisor, con ese control remoto podría mostrarle lo que hubiese sido de su vida si hubiera tomado decisiones diferentes.
Muy conveniente que no haya un televisor, ¿verdad?
¿Por qué no vuelve a revisar el bolsillo?
El agente de la policía federalísima metió otra vez la mano en el mismo bolsillo, y extrajo un teléfono celular.
¿Qué truco es este? Bah, los he visto mejores —Washingtonez intentó revisar la lista de contactos del teléfono. Estaba bloqueado con contraseña—. Los agentes del laboratorio se encargarán de sacarle información.
Usted sigue sin entender. Ese no es un teléfono celular. Es mi computadora cronal, me permite abrir pliegues espacio-tiempo entre una puerta y otra. Sin ella no podría moverme en el tiempo y el espacio. ¿Por qué no sigue revisando mi bolsillo?
Almejo Washingtonez volvió a revisar el bolsillo. Sacó una calculadora, un reproductor de cintas de audio, una cámara de fotos analógica y otra digital.
Y supongo que nada de esto es lo que parece.
No —dijo el detenido—. Salvo la cámara digital. Me gusta tomar fotos de los lugares que visito.
Ya basta —dijo el oficial, con fastidio—. He visto a un mago sacarse un plumero de la manga y me pareció un truco tan burdo como el suyo. El cuento de los viajes en el tiempo se lo relata al juez.
¿Y no siente curiosidad por saber que tienen que ver las monedas de media tara con la trigésima tercera guerra mundial?
Washingtonez analizó la situación. La lógica indicaba que el prisionero padecía insania y que debía llevarlo a la comisaría más cercana. Por otro lado, no podía esconderse a sí mismo que estaba intrigado.
Es su día de suerte. Se ganó mi curiosidad. Continúe.
La cosa es así. Dentro de dos años, un tipo llamado Mayo Benedictino subirá al transporte público de pasajeros, el que ustedes cariñosamente llaman el amontonado. Hasta entonces, Benedictino no será nadie importante, sólo un ciudadano que todos los días viaja de su casa al trabajo y del trabajo a su casa. Pero ese día querrá el destino que el conductor del microómnibus sea Fardo Quintal, quien también hasta ese día tan sólo será un humilde trabajador realizando su labor por las calles de la Capital federalísima.
»Aquella fatal jornada, cerca de la seis de la tarde, Benedictino abordará el amontonado que maneja Quintal para regresar a su casa. Quintal, fanático del club de balonmano Diablos Carmesíes, llevará sobre el uniforme de trabajo una bandera totalmente roja, representativa del equipo de sus amores, ya que ese día estará jugando un partido por la Copa Virreyes de Sudamérica. Benedictino introducirá dos monedas de media tara en la máquina expendedora de boletos. Con la primera no habrá inconvenientes, pero la máquina se tragará la segunda, sin darle el boleto ni devolverle el dinero.
»Benedictino se quejará a Quintal por este incidente, quien en ese momento estará absorto en el partido de balonmano, y le dirá al pasajero que ponga otra moneda y no lo moleste. Benedictino le responderá con un largo epitafio sobre la madre de Quintal. El chofer, para quien su madre es sagrada, se incorporará lleno de ira y acometerá con los puños contra Benedictino, pero al hacerlo olvidará detener el movimiento de su unidad de transporte, la cual, sin control, se irá a estrellar contra la sede de la embajada de Territorios Democráticos de Norteamérica.
»Querrán entonces los malvados hados que se halle de guardia en la embajada Ruby von Sánchez, un agente de inteligencia recién llegado a la República Popular Democrática Argentina y desconocedor de nuestras costumbres. El amontonado de Quintal derribará el muro exterior de la embajada y se introducirá varios metros en el edificio, matando a una docena de miembros del servicio diplomático. Cuando von Sánchez llegue al vehículo, encontrará a Quintal sobre el volante, ya que a último momento el chofer intentará detener la catástrofe, sin éxito. Lo que pondrá a von Sánchez con los pelos de punta será ver a Quintal con una bandera roja sobre los hombres, emblema utilizado, además de por los fanáticos del club Diablos Carmesíes, por los simpatizantes libertarianos.
»Sin perder un segundo, von Sánchez se precipitará sobre el teléfono satelital e informará a su gobierno de un ataque suicida libertariano contra la embajada de su país en la República Popular Democrática Argentina. Como represalia, el gobierno de Territorios Democráticos de Norteamérica derribará dos aviones espías de la Unión de Proletariados Socialistas que se hallarán sobrevolando sus costas. En realidad, esos dos aviones serán contratados por empresas turísticas de aquel país para relevamientos aéreos con fines comerciales, merced de que la Unión de Proletariados Socialistas alquilan sus aviones a un precio mucho más accesible.
»Furiosos, el gobierno de la Unión de Proletariados confiscará las sucursales de las cadenas de comida rápida en su territorio, todas ellas con casas matrices en Territorios Democráticos de Norteamérica. No contentos con eso, le venderán a la República Imperial China las recetas de las distintas especialidades gastronómicas, que oportunamente se confiscarán junto con los edificios. Los chinos, con su abundancia de mano de obra barata, no tardarán en inundar el mundo con carne semisintética picada a precios tan bajos que le será imposible a cualquier otro fabricante competir con ellos. Esa será la gota que rebalse el vaso, ya que, tras ello, Territorios Democráticos de Norteamérica, acompañados por sus aliados europeos, le declararán la guerra a las potencias libertarianas.
»Y una devastadora guerra atómica destruirá el mundo.
De la comisaría va derecho al asilo —sentenció Washingtonez. Aunque se mostraba impasible la curiosidad lo había picado—. A propósito. Sigo sin entender qué tiene que ver falsificar monedas de media tara con la trigésima tercera guerra mundial.
¿No se da cuenta? He invadido el país con monedas falsas, monedas que no funcionan en ninguna máquina expendedora de lo que sea. Dentro de seis meses ya nadie utilizará monedas de media tara, sin preocuparse si son buenas o falsas, pues todo el mundo estará harto de los inconvenientes que ocasionan. Dentro de un año el Banco Central Federalísimo decidirá sacar las monedas de media tara de circulación, debido a que ya nadie va a aceptarlas. Dentro de dos años, cuando Benedictino pague el boleto de regreso a casa, lo hará con una moneda de una tara en vez de dos de media tara. Así, no habrá una segunda moneda que trague la máquina, no habrá discusión entre Quintal y Benedictino, el amontonado no se estrellará contra la embajada de Territorios Democráticos de Norteamérica. Nadie tomará represalias. Y así, lograremos evitar la trigésima tercera guerra mundial.
El oficial Washingtonez contempló al detenido varios segundos, con la boca abierta, meditando sus siguientes palabras.
Sigo sin comprender —dijo el agente de la ley—. ¿Por qué está tan seguro de que Benedictino, a falta de monedas de media tara, abonará el pasaje con una moneda de una tara y no con cuatro de un cuarto? ¿O diez de un décimo?
Este... —la incredulidad se apoderó del rostro del falsificador. Sus ojos se abrieron tanto como las monedas que adulteraba. Su boca se quedó sin palabras.
Bueno. Ya ha sido suficiente. A la comisaría... —Washingtonez se desplomó inconsciente.
Un hombre joven apareció por detrás del oficial de policía, cruzando la única puerta. Tomó la calculadora que había dejado el oficial sobre una caja y marcó unos dígitos. Las esposas del detenido se abrieron.
Casi me agarra —dijo el liberado, frotándose las muñecas—. Gracias. ¿Sos un Samaritano?
Para nada soy un Samaritano.
El falsificador se quedó turbado.
¿Acaso sos un Escarabajo? ¿Por qué me ayudas? Los tuyos nunca ayudan a los nuestros.
—¿Quién dijo que vine a ayudarte? —respondió el otro, con una mueca gélida en el rostro.
El oficial Almejo Washingtonez despertó varias horas después, en el suelo, entre cajas llenas de monedas falsas. Tendría mucho que explicar a sus superiores, por haber ido a aquel lugar solo, sin el apoyo de algún compañero, y, sobre todo, por el cuerpo sin vida del falsificador que yacía a su lado, lleno de agujeros de bala. Aquello le traería muchos dolores de cabeza.



Capítulo 7. El día después

La noche del 20 de mayo de 2915 de la era de Willermo (noche para occidente, primera horas de la mañana en oriente) el mundo entero estuvo pendiente de la televisión, de la radio, de la Internet, de las invisibles ondas electromagnéticas que surcaban el planeta desde un polo magnético a otro, cruzando las verdes selvas y las doradas arenas de los desiertos, para llegar con información reciente a las bulliciosas metrópolis y a los silenciosos pueblos fantasmas, donde era consumida por multitudes ávidas de saber que sucedía más allá de la atmósfera, a miles de kilómetros sobre la faz de la Tierra.
Meses atrás, trasnochados astrónomos habían descubierto un cometa, que al igual que sus muchos hermanos del vacío interminable, viajaba en una constante travesía con rumbo al Sol, atravesando en su peregrinación las órbitas de los cuerpos celestes que trazaban una órbita elíptica entorno al astro rey. Pero a diferencia de sus compañeros que viajaban sin molestar a nadie, este continente volador tenía claras intenciones de bañarse en las aguas del Océano Pacífico.
Los físicos entraron en escena y pronosticaron que aquello daría lugar a un espectáculo de fuegos y luces de extraordinaria belleza visual, a continuación del cual seguiría una destrucción sin precedentes en la historia de la humanidad. Tan terrible iba a ser el impacto que era muy factible que este evento fuera el epitafio del hombre.
De los astrónomos y los físicos, el descubrimiento pasó a la Asociación de Estados Aliados. Se convocaron a expertos en todas las ramas de la ciencia. Territorios Democráticos de Norteamérica, la Unión de Proletariados Socialistas y la República Imperial China, olvidando décadas de diferencias y desconfianza, se pusieron a la cabeza de todas las naciones de la Tierra en la gesta épica más importante que alguna vez se halla encarado: la misma supervivencia de la especie.
En cuestión de semanas el resultado del arduo trabajo conjunto rindió sus frutos en la forma del más grande y sofisticado vehículo espacial construido hasta entonces. Su vientre se llenó con los más experimentados astronautas, encabezados por el piloto y participante asiduo de reality shows Carlos Wang Brosky, además de las nuevas bombas de fusión fría, inventadas para la ocasión, y mil veces más potentes que cualquier bomba atómica antes fabricada.
El 20 de mayo se produjo el encuentro culminante entre el asesino del espacio profundo y los campeones nucleares. Hombres, mujeres, niños, ancianos, ricos, pobres, capitalistas, socialistas, creyentes, ateos, casados, solteros, pródigos, huérfanos, científicos, analfabetos, sanos, enfermos, cada ojo y cada oído estuvo atento y presto a conocer el desenlace. Todas las cadenas de televisión levantaron su programación habitual para cubrir el espectáculo celeste con sus estrellas terrenales más famosas.
Esa noche los hombres de noticias de todo el mundo informaron que el criminal cometa había sido destruido y que la Tierra estaba a salvo. En las grandes ciudades hubo monumentales celebraciones, con lluvias de papel picado, cornetas y serpentinas. En los pueblos pequeños la gente bebió hasta el amanecer en honor de los héroes que, esgrimiendo la espada la ciencia, habían preservado la vida tal como la conocían.
Piadoso Bearly, sin embargo, se acostó temprano. Al día siguiente debía levantarse con los gallos para trabajar. El campo requería atención y no entendía de tragedias celestes. Había que regar las plantaciones, siempre avarientas de humedad, y estar alerta para que el traicionero granizo no destruyera la labor de un año en pocos minutos.
También había que estar a las diez en pueblo, la hora en que habría el banco, para renegociar la hipoteca de su propiedad. Las últimas temporadas habían sido malas, las ganancias paupérrimas, y ahora, más que nunca necesitaba una extensión de los tiempos de pago.
¿Cómo está hoy, señor Bearly? —saludó cordialmente el gerente del banco.
Por ahora bien, caballero. Y espero que mejor aún, cuando me dé las buenas noticias.
El gerente puso un semblante triste. Con esa mueca agria en el rostro, sumado al traje oscuro que vestía, dada la impresión de que acababa de regresar de un funeral.
Lamento informarle que la renegociación de su deuda fue rechazada por la casa central del banco —escupió el gerente.
¿Qué? —Bearly trató de serenarse. No había esperado un golpe así. Había confiado en que le darían las mismas facilidades que en años anteriores—. ¿Pero por qué? Siempre he sido puntual con mis pagos.
Lo sé, señor Bearly. No obstante, usted era beneficiario de un subsidio que la Bolsa Mundial de Préstamos otorgaba al desarrollo de las explotaciones rurales en este país. Desgraciadamente, la Bolsa Mundial de Préstamos ha cancelado estos subsidios y, por ende, nuestro banco considera que usted ya no está en condiciones de mantener su emprendimiento...
Illyana Gorgojo también se levantó temprano el 21 de mayo, no porque tuviera que ir a al trabajo, hacía varios meses que buscaba empleo sin ningún éxito, sino, porque se sentía muy mal aquella mañana. El estómago le dolía como si alguien calzando zapatos con clavos caminara en su interior. De seguro la cena de la noche previa le había caído pesada, con tantos nervios por lo que podía acontecer allá arriba. Luego de vestirse y arreglarse un poco el enmarañado cabello, decidió caminar las pocas cuadras que la separaban del hospital público, para consultar a un médico.
Sólo que el hospital ya no era público. El Estado, necesitado de dinero, lo había vendido a una empresa privada. Así lo explicaban los enfermeros y custodios a la muchedumbre apesadumbrada que se cernía sobre las puertas del edificio, buscando una respuesta inexistente a sus dolencias. Madres a punto de parir se mezclaban con heridos de bala en un desconcierto masivo de enfermedades y quejas.
Illyana tuvo que cotejar las dos alternativas que le dejaban, o bien pagaba la abultada cuenta que le cobrarían, para lo cual no disponía de recursos económicos, o bien se trasladaba a otro hospital público. El más cercano se encontraba a unos cincuenta kilómetros de ahí, siempre y cuando a este no lo hubieran vendido también.
Lee Khamis fue otro de los que ese día estaban arriba al despuntar el alba. Era un niño de ojos negros luminosos, el mismo color de su piel castigada por el duro sol de las grandes sábanas. Sentía la marca del desvelo, hasta altas horas de la noche había estado levantado junto a su numerosa familia viendo la televisión, para saber que pasaba en el espacio. Haciendo un esfuerzo, se apresuró a cumplir con la rutina de cada jornada. Se lavó la cara con el agua que bombeaba manualmente del pozo que había detrás de su casa, y después corrió a la escuela, donde lo esperaba el desayuno caliente, recién hecho.
Pero ese día el comedor de la escuela estaba cerrado. La maestra, triste, con lágrimas que caían de sus ojos y mojaban el delantal, miraba desconsolada el piso. El gobierno, presionado por la Fuente Bancaria Internacional, había recortado el presupuesto en todas las áreas. Había sido una poda pareja, quirúrgica, sin contemplaciones ni excepciones. Desde aquel día no habría dinero para los comedores escolares.
En la gran ciudad, dos Samaritanos, mentor y aprendiz, contemplaban el papel picado sobre las calles, subproductos de la exuberante fiesta de la noche anterior. Bebían con ánimo la última botella de cerveza que habían podido comprar, un par de minutos antes de que los agotados encargados de los expendios de bebidas decidieran ir a buscar descanso de la velada agitada.
Nuestros esfuerzos dieron fruto —dijo el mentor.
Sí —asintió el aprendiz—. Gracias a nuestra ayuda, Carlos Wang Brosky condujo la misión espacial contra el cometa asesino. Por cierto ¿Habías oído alguna vez sobre esas bombas de fusión fría?
No. Es la primera vez que escucho de ellas. En las otras eras en las que estuve siempre usaban bombas atómicas tradicionales contra los meteoritos y cometas que se acercaban demasiado a la Tierra.
Lo que es capaz de hacer el hombre cuando quiere —dijo el aprendiz, con el rostro rojo por el alcohol, contemplando el cielo con la esperanza de encontrar algún indicio del vehículo espacial o de los restos del cometa.
Así es —condescendió el mentor, mientras trataba de evitar que el eructo que salía de su boca fuera demasiado aparatoso.
Escuché que construir la nave y todo el asunto del cometa costó miles de billones de taras. ¿De dónde sacaron tanto dinero?
De la Fuente Bancaria Internacional, la Bolsa Mundial de Prestamos, cada país aportó lo suyo.
¡Enhorabuena! —exclamó el aprendiz, en tanto arrebataba la botella de manos de su mentor y la empinaba por su garganta.



Capítulo 8. El juicio

Enriko McMateo cerró los ojos. Tan cansado estaba que apenas se recostó en la cama sus párpados bajaron un instante, buscando aliviar las pupilas agotadas por el extenuante día. Y por una vida más larga de lo que debió haber sido. Doscientos años como Escarabajo, recorriendo el tiempo y el espacio. Cincuenta años junto a la mujer que amaba. Cinco más sin ella.
Al abrir los ojos ya no estaba en su habitación. Se encontraba sentado en un banquillo. Nunca antes había estado dentro de una, pero había escuchado hablar de ellas. Supo de inmediato que estaba en una Cronosala de Justicia, el lugar donde juzgaban a los Escarabajos que rompían las reglas.
Sobresaltado, se puso de pie. Tres hombres lo rodeaban. Uno de ellos se sentaba detrás de un imponente escritorio. Los otros dos se hallaban de pie a su derecha e izquierda. Observó dos sillas a espaldas de ellos, y una gran cantidad de papeles, el de la derecha los llevaba amontonados bajo el brazo, el de la izquierda los hojeaba con avidez, distraído de lo que sucedía a su alrededor. También había un número abultado de hojas sueltas sobre el escritorio. Y un televisor en una esquina.
Ahora que están todas las partes presentes, esta Cronosala de Justicia procede a dar comienzo al juicio —dijo el hombre detrás del escritorio.
Señor juez —llamó el hombre a la derecha de McMateo al individuo del escritorio—. Como fiscal quisiera empezar haciendo la acusación formal.
Adelante —concedió el juez.
Señor juez, hoy, en este tribunal, voy a demostrar que el acusado —señaló a Enriko McMateo— es culpable de crímenes contra la humanidad.
¿Qué? —el acusado se mostró contrariado—. Eso es ridículo. Jamás le he hecho daño a nadie. Al contrario, pasé la mayor parte de mi vida...
¡Silencio! —ordenó el juez—. No hable a menos que se le indique expresamente.
McMateo miró a uno y otro lado, buscando una salida. El cuarto no tenía ni puertas ni ventanas. Ningún umbral que atravesar. Estaba atrapado. Por un momento estuvo tentado de reírse. Cincuenta y cinco años siendo una persona normal y todavía buscaba instintivamente los umbrales. Sólo por un momento.
¿El abogado defensor tiene algo que decir? —preguntó el juez.
Tras unos segundos de vacilación, el hombre a la izquierda del acusado levantó la vista del mar de papeles que tenía en sus manos y movió la cabeza de uno hacia otro lado, en señal de negación.
En tal caso que el fiscal proceda a presentar la evidencia contra el acusado —indicó el juez.
¡Esto es ridículo! —exclamó McMateo—. En doscientos años nunca me salté una regla. Nunca cambié el rumbo de nadie.
¿El Acusado podría decirle a esta corte cuál es su ocupación? —preguntó el fiscal.
Soy jubilado.
Y antes de eso...
Psiquiatra.
Y antes...
Fui un Escarabajo. Eso es obvio, o no me habían traído aquí. No veo que tiene esto que ver con...
Tiene mucho que ver, se lo aseguro —el fiscal tomó la pila de hojas que tenía bajo el brazo y se la alcanzó al acusado—. ¿Reconoce al hombre en estas fotografías?
¿Reconocerlo? Yo lo recluté y lo entrené para que me reemplazara. Su nombre es...
Héctor Gray —concluyó el fiscal—. ¿Recuerda haber estado en el año 982 de la era de Mario Emilio? Seguro que lo recuerda. Usted ayudó a un hombre a abolir el servicio militar obligatorio, ¿verdad?
Sí. Lo recuerdo. Había sido instaurado después del censo de artistas. Yo ayudé a un muchacho que...
Señor juez —interrumpió el fiscal dirigiéndose al hombre detrás del escritorio— el nombre de ese muchacho es Espina del Brown. Uno de los mayores genocidas de la historia de la humanidad. Y Enriko McMateo es un cómplice necesario de sus crímenes.
El acusado abrió los ojos como nunca en su vida. Recordaba a Espina del Brown como un gran pacifista. El fiscal la había llamado genocida, y a él, su cómplice necesario. Aquello no tenía sentido.
El fiscal sacó un control remoto de su bolsillo y encendió el televisor. Un hombre, Espina del Brown, encabezaba una marcha por las calles de una ciudad. Se lo veía exaltado, alentando a las masas que le seguían a concentrarse frente a un edificio público. Aquellas imágenes, aquellos hechos que McMateo recordaba con suma claridad, se habían convertido en lo que podría haber sido.
En un principio, Espina del Brown debió ser el pacifista que el acusado recuerda —continuó el fiscal—, como resultado de haber cumplido con el servicio militar obligatorio y haber presenciado lo que considero crímenes atroces contra los conscriptos. Sin embargo, por un cambio en la historia anterior a esos hechos, no hubo servicio militar obligatorio. Y Espina del Brown fue conocido como el Carnicero de la República Porteña.
Es una locura —el acusado no podía dar crédito a lo que oía—. Me están acusando por la muerte de gente que no conocí, y que fueron asesinados por personas que eligieron por sí mismas ese curso de acción, sin que las haya podido influenciar de modo alguno.
¿El abogado defensor tiene algo que alegar? —preguntó el juez.
Una vez más, tras unos segundos de vacilación, el abogado defensor levantó la vista y negó con la cabeza.
Pasemos al segundo caso —dijo el fiscal—. ¿El acusado recuerda haber estado en el año 12222 de la era de Lorenzo?
Sí. Allí ayudé a un pintor a comenzar una escuela de arte. Creo que fue poco después del censo de artistas. Sí. El censo fue en el año 12221...
El fiscal cambió el canal en la televisión. Un pintor creaba imágenes sobre un lienzo frente a decenas de aprendices que lo observaban embelesados. Otra vez, lo que podría haber sido.
El pintor a quien el acusado hace referencia es Judas Völler —explicó el fiscal—. Comisario de la policía antidisturbios, que en 12222 encabezó la masacre de las fábricas de chips, donde murieron miles de obreros que protestaban por la pérdida de fuentes de trabajo.
No puedo creerlo —McMateo meneaba la cabeza—. Ustedes pretenden, pretenden...
El acusado se detuvo en su perorata. Su mente se envolvió en una vorágine de imágenes. Recordó con sumo detalle los días en que había sido un aprendiz de Escarabajo, y su mentor le inculcaba las reglas básicas.
“Si un escarabajo está de espaldas, intentando incorporarse, dalo vuelta”. “Si camina en la calle, entre los autos, déjalo seguir el camino que eligió”. Frases sencillas que encerraban toda una filosofía de vida. McMateo siempre había respetado fielmente ese código. Cada persona elegía su camino. Si era o no el mejor camino que podía elegirse, eso no era de su incumbencia.
Se preguntó si él había sido tan buen maestro. De repente una idea lo asaltó. Había algo que conectaba ambos casos. Habían ocurrido en proximidad de los censos de artistas. Y si...
Podría y tal vez. Eso era un laberinto sin salida al que no había que entrar. Una regla básica entre los viajeros del tiempo y el espacio que los Samaritanos olvidaban con suma facilidad.
¿El abogado defensor tiene algo que agregar? —preguntó por tercera vez el juez.
El abogado defensor negó con la cabeza, sin ni siquiera levantar la vista de los papeles.
¿Acaso no vas a decir nada? —preguntó Enriko McMateo al abogado defensor. Este negó con la cabeza.
No dirá nada —explicó el juez— puesto que en este tribunal el abogado defensor no tiene voz.
Enriko McMateo cayó pesadamente sobre el banquillo. Se tomó la cabeza entre las manos. Dadas así las cosas, sin comprender del todo por qué lo acusaban, sin poder ejercer abiertamente su derecho a defensa, se podía decir que su culpabilidad estaba demostrada.
La fiscalía ha concluido con su caso —arguyó el fiscal.
En tal caso, procederé con la sentencia.
Un momento, señor juez —pidió el abogado defensor, entre las miradas curiosas de los presentes.
¡Eh! —el juez quedó pasmado—. Usted no puede hablar.
Entonces, ¿qué estoy haciendo?
Esto es irregular —interrumpió el fiscal—. Exijo que se expulse al abogado defensor.
Imposible —dijo el juez—. No puede haber juicio si no hay abogado defensor. En todo caso, escuchémosle, aunque debo advertirle que su carrera está terminada.
Yo diría todo lo contrario, señor juez. He leído el archivo histórico del acusado, su intachable obra como Escarabajo, y merced a ello he llegado a la conclusión de que aquí se está cometiendo una injusticia.
Pamplinas —objetó el fiscal—. Se han seguido todos los procedimientos pertinentes. Somos Escarabajos. Nosotros siempre nos atenemos a las reglas.
Y yo creo que ahí está nuestro error. Siempre tendemos a pensar que una injusticia es producto del incumplimiento de una norma, pero yo digo que pueden existir casos en donde la injusticia puede ser originada en la aplicación arbitraria de las normas. Como en mi caso, donde por una absurda regla no se permite hablar, aun cuando puedo hacerlo, y muy bien, además.
De acuerdo —aceptó el juez—. Queda absuelto del cargo de insubordinación. Pero su defendido será ejecutado al amanecer, en país y fecha a confirmar, dentro de cinco minutos.
Por favor, señor juez, permítame terminar antes de tomar una decisión —pidió el abogado defensor—. Yo pregunto, ¿de qué se lo acusa a mi defendido? ¿De matar a personas? ¿De cómplice necesario en crímenes contra la humanidad? Él no decidió el camino de Espina del Brown ni de Judas Völler. Ellos eligieron su camino.
¡Ya basta! —el que interrumpía ahora era el acusado, gritando de pie—. Me estoy devanando los sesos y no logró entender de qué me están acusando. Un pacifista y un artista convertidos en carniceros. ¿Qué demonios está sucediendo?
Los Samaritanos —dijo el abogado—. Los Samaritanos están siendo cazados y asesinados. Sin Samaritanos, no hay censos de artistas. Sin censos de artistas...
Ya veo —McMateo se desplomó sobre su silla—. ¿Cuál es el daño?
Nadie puede ir más allá del año 2917 de la era de Willermo —explicó el abogado defensor—. La humanidad finalmente encontró su destino. La trigésima tercera guerra mundial se peleó con bombas de fusión fría y arrasó todo el planeta. Señor juez, pido indulgencia para este hombre.
De acuerdo. El acusado no será ejecutado —sentencio el juez—. En su lugar, deberá deshacer el daño que ha causado.
Por enésima vez: ¿Qué se supone que hice? ¿Y cómo voy a deshacerlo sin causar una paradoja?
Enriko McMateo cerró los ojos, quería concentrarse. Su mente ya no era lo que había sido. Algo se le escapaba y no podía dar con ello. Cuando levantó los párpados estaba otra vez en su habitación, recostado en la cama. En su mano izquierda, como única prueba palpable de lo que había vivido en la Cronosala de Justicia, había una fotografía, con la leyenda Cazador de Samaritanos manuscrita en caracteres toscos.
Una fotografía de Héctor Gray.



Capítulo 9. Podría y tal vez

Un trueno anunció el comienzo de la tormenta. La lluvia cayendo sobre el techo de chapa era casi sedante. Para Akira Novahouse era indiferente. Recostado en la cama, tenía la mirada fija la mesita de noche. Más específicamente, en la filosa trincheta que asomaba en un mar de papeles.
Así pasaba horas. Recostado en la cama. La mirada en la trincheta. Un corte, era todo lo que pensaba. Un corte a lo largo del brazo que destrozara la arteria, haciendo imposible la coagulación. Un corte, y todo habría terminado. No más penar por sueños que no podía alcanzar. No más penar por lo que había perdido, por lo que ya no podría tener. Pero los días se sucedían sin que hiciera otra cosa que recostarse en la cama y observar la trincheta. Ninguna otra cosa.
Sin empleo, ni dinero, ni nada por lo que valiera continuar con esa progresión de ganancias efímeras y pérdidas perennes que llamaban vida. Si al menos ella todavía estuviera a su lado... Pero no estaba.
La lluvia comenzaba a menguar. Akira Novahouse se sentó en la cama. Tomó la trincheta de la mesita de noche. La deslizó por su brazo derecho, sólo para sentir la fría caricia de acero sobre su piel. La dejó sobre la mesita de noche y volvió a recostarse
—¿Cuánto tiempo más vas a estar así?
Akira Novahouse se incorporó de un salto. Había un intruso en la habitación.
—¿Quién sos?
—Soy un Samaritano —respondió el aludido, mientras tomaba la trincheta de la mesita de noche—. Vengo a ayudarte.
—¿Ayudarme a qué? ¿Cómo?
—A seguir tu vida. Y la única forma es que me deshaga de esta trincheta antes que te hagas daño con ella. Es por tu bien.
Akira Novahouse estaba bastante sobresaltado de que un individuo que jamás había visto en su vida hubiera irrumpido en su habitación y supiera algo sobre él que nunca le había dicho a nadie, que nadie podía saber. Tal vez por eso no se sobresaltó tanto cuando otro intruso cruzó el umbral de la puerta de su habitación.
—Lo siento, muchacho, pero este Samaritano no podrá ayudarte hoy —dijo el recién llegado. Tenía un revólver en la mano izquierda con el que apuntaba al otro intruso.
Dos veces había sido una sorpresa. La tercera fue rutina. Otro intruso cruzó el umbral de la puerta.
—Disculpa —dijo el tercer intruso mientras tomaba al primero que había llegado por las solapas de su camisa de jeans—. Por paradójico que suene viniendo de un Escarabajo, es por tu bien —explicó antes de arrojarlo a través del umbral de la puerta, por donde simplemente desapareció.
—Enriko McMateo —llamó el segundo intruso al tercero—. Te ves bien para alguien de tu edad.
—¿Qué puedo decirte, Héctor Gray? Tuve que volver al servicio activo —explicó, mientras devolvía la trincheta que le había quitado al Samaritano a la mesita de noche.
—Perdés el tiempo. No me atraparán —dijo Héctor Gray antes de lanzarse a través del umbral de la puerta y desaparecer. Enriko McMateo le siguió.
Akira Novahouse quedó solo otra vez en su habitación. Volvió a recostarse en la cama, con la vista fija en la trincheta que había sobre la mesita de noche. Por un momento, un fugaz instante, una idea surcó su mente. El tercer intruso se parecía un poco a él. Unos diez años más viejo, quizás. Enseguida olvidó ese pensamiento. Sabía que no viviría tanto.
Héctor Gray cruzó la puerta de un restaurante en el año 2309 de la era de Gregorio. Había dos mesas ocupadas. En una, tres muchachos celebraban que uno de ellos se había comprado el último modelo de teléfono celular, con cámara fotográfica y reproductor de audio. En la otra, Enriko McMateo lo aguardaba, con dos cervezas frías.
—De acuerdo —dijo Héctor Gray, mientras se sentaba a la mesa de McMateo. Su mentor no sabía de física temporal tanto como él, pero conocía mil trucos de una larga vida cruzando puertas—. Esta es la última era donde se puede conseguir cerveza de la buena y no la porquería dietética de las otras. Conversemos un rato.
—Te mantuviste ocupado —dijo McMateo.
—No todos nos confortamos caminando bajo la lluvia.
—Eso es lo que buscas. ¿Confort?
—Sos un tipo inteligente. Podés deducir por qué hago lo que hago.
—¿Venganza?
—Tal vez a un nivel subconsciente.
—Ah, ya veo. Estás salvando a toda esa gente cuya vida sería peor si se cruzara con un Samaritano.
—Podría decirse.
—Lo que hacés va contra las reglas. Siempre fuiste un hombre que cumplía las reglas.
—Sí. Siempre cumplí las reglas —Gray apretó el vaso de acrílico tanto que lo deformó—. Siempre obediente. Siempre haciendo lo que era políticamente correcto. Hasta que un Samaritano me mostró lo que sería mi vida si hubiera roto de vez en cuando las normas. Y vos me diste los medios para romperlas.
—¿Seguís con eso? ¿Odias al Samaritano que arruinó tu concepción maniquea de la vida y por ello querés castigarlos a todos?
—¿Un Escarabajo me llama maniqueo? Eso si que es irónico.
—Nosotros no vemos el mundo en blanco y negro. Cada quién sigue el camino que elige, sin importar si es o no el mejor camino elegible.
—Por supuesto. Si un escarabajo está de espaldas, intentando incorporarse, dalo vuelta. Si camina en la calle, entre los autos, déjalo seguir el camino que eligió. ¡Pamplinas! La misma retórica del bien y el mal de los Samaritanos, salvo que ellos son más honestos. Salvan al escarabajo de la calle, pisan al escarabajo de espaldas, hacen lo que les parece que está bien. Vos seguro le devolviste la trincheta a ese muchacho porque así lo dicen las reglas.
—Lo que haga con la trincheta es su elección —dijo McMateo, con una media sonrisa, el primer gesto amigable que hacía.
—¡Eras vos! —Héctor Gray se había dado cuenta al fin del parecido de Enriko McMateo con Akira Novahouse—. Vos eras ese muchacho.
—La prueba de que la vida da muchas vueltas. La eternidad es muy extensa. Tanto, que a veces, uno puede extraviarse en eventos superfluos y perderse los importantes. Vamos, termina tu cerveza para que te muestre algo.
Cinco minutos y dos milenios después, Enriko McMateo y Héctor Gray cruzaban el umbral de la puerta principal de un galpón en las afueras de la Metrópoli Unitaria, capital de La Argento.
Cientos de hombres, mujeres y niños se apiñaban en catres superpuestos hasta hileras de cinco. Rostros apesadumbrados, ropas rotas, andrajos sucios, olores pestilentes provenientes de las letrinas ubicadas en el mismo galpón. Brazos y piernas esqueléticos. Llanto de chicos hambrientos. Lamentos de madres de hijos que no habrían de sobrevivir la noche. Quejidos de hombres vencidos.
—¿Qué es este lugar? —preguntó Héctor Gray, acongojado.
—Te había dicho que uno puede extraviarse en eventos superfluos y perderse los importantes. De seguro que te habrás topadas en todas las eras con los censos de artistas.
—Sí. ¿Pero qué tiene que ver con este horror?
—¿Para qué crees que son los censos de artistas? Pues, para esto. Para reubicarlos en campos de concentración. Un Samaritano te mostró parte de lo que hubiera sido tu vida si no hubieras sido un hombre políticamente correcto. Sólo una parte. No te mostró todo. Aquí hubieses terminado de haber sido escritor.
Héctor Gray posó una y mil veces su mirada por las almas hacinadas en el galpón. Escritores, pintores, escultores, actores, artistas plásticos, dibujantes, poetas, músicos, bailarines, todos seres sensibles convertidos en números de serie grabados en camisas roñosas.
—¿Pero cómo...? —preguntó Héctor Gray. Había leído sobre guerras y exterminios en libros de historia. Nunca había visto uno, nunca sintió la curiosidad. Estaba ocupado en otras cosas que le parecían más importantes—. ¿Cómo es posible que los hombres se hagan esto uno a otros? ¿Cómo sucedió esto?
—La respuesta es compleja. O tal vez no. Tal vez es la naturaleza del ser humano, siempre dispuesto a dañar a su propia especie. O a dañarse a sí mismo —explicó McMateo, mientras evocaba el muy lejano recuerdo del frío contacto del acero sobre su piel—. Tu vida podría haber sido mejor, también podría haber sido peor. Los podría y los tal vez son infinitos, y si los dejás, te van a volver loco. No un exiliado cronal confundido, sino loco de verdad. Bien. Hay un lugar más que debemos visitar.
Un instante después cruzaban un umbral. Es todo lo que podía decirse del arco de piedra enclavado en la tierra baldía hasta donde alcanzaba la vista. No había indicios que indicaran si había sido una puerta o una ventana. Sólo piedras y cenizas.
—Estamos en el año 2917 de la era de Willermo —dijo McMateo—. Ese arco de piedra es lo único que queda de pie en la Tierra. La trigésima tercera guerra mundial arrasó todo el planeta.
—Fascinante —dijo Gray, mientras tomaba un puñado de cenizas y lo dejaba caer como una fina lluvia—. Lo irónico es que la pregunta que me viene a la cabeza no es por qué, ni cómo, sino por qué ahora y no antes. Ah, ya recuerdo. Yo maté al Samaritano que intentaba impedir la guerra.
—No. Ni de cerca. Te dije que los podría y los tal vez son infinitos. Podrían haber pasado miles de cosas diferentes, con o sin la intervención del Samaritano, como pasan en todas las eras. Y, sin embargo, a lo largo de la eternidad todo sigue igual. Teléfonos celulares, bebidas dietéticas y una paz augusta interrumpida por guerras que cambian la densidad y distribución de la población mundial, pero nada más. Aquí, en cambio, hubo un hecho decisivo que cambió la historia. Aquí no hubo censo de artistas.
Héctor Gray se sentó en el suelo. Buscaba entender. No encontraba sentido al mar de hechos aparentemente inconexos que le había presentado su antiguo mentor.
—Dicen que los artistas producen sus mejores obras cuando están tristes —dijo McMateo—. Cuando están inconformes con su realidad. Cuando sufren. Desde el punto de vista de los Samaritanos, lo mejor que puede hacerse por un artista, es hacerlo sufrir.
—Ya veo —dijo Gray—. Así que convencen a las autoridades de hacer los censos de artistas. Primero el censo, luego la reubicación en campos de concentración.
—Y los artistas producen sus mejores obras. Sólo que se pierden. No hay quien las lea, ni las admiré. No hay público que aplauda. Como consecuencia de esta supuesta buena acción, cada tantos siglos, todos los artistas de la tierra desaparecen.
—Sin arte, no hay inconformistas —Héctor Gray comenzó a reír desbocadamente—. Sin inconformistas, todos se vuelven políticamente correctos.
—Sin inconformistas, todo sigue como está —continuó McMateo, siempre serio—. No hay evolución. La humanidad se estanca en un presente continuo. Miles de años en el pasado, o miles de años en el futuro, todo sigue igual. Hasta que decenas de Samaritanos son asesinados, y en una era lejana, la humanidad innova y alguien inventa las bombas de fusión fría.
—Pero, ¿no es esto lo que buscan los Escarabajos? ¿Qué la humanidad siga su camino? —preguntó Héctor Gray mientras señalaba el infinito desierto gris—. ¿No es la humanidad el escarabajo que camina en la calle, entre los autos, con la muerte acechando en cada rueda?
—Puede ser. O puede que sea el escarabajo de espaldas, luchando por darse vuelta. ¿No le debemos el beneficio de la duda?


Victor Justino Orellana, 2008